martes, 24 de febrero de 2009

La marrullería no es una virtud


No puede ser un valor lo que a efectos prácticos es tan dañino. Me refiero a la marrullería de los políticos. Entiendo por marrullería los discursos aprendidos y repetidos -el político como papagayo-, la respuesta mecánica, ligeramente aproximada, ante la pregunta de un periodista, el debate como lanzamiento de dardos entre adversarios, la destrucción a toda costa del enemigo político utilizando todas las artimañas. Cuando todo eso es lo que aparece en primer plano -el espectáculo de la política- en lugar de la solución de problemas la política deja de tener sentido.
 
Ayer entrevistaban al presidente del gobierno en Antena3. La misma periodista que ante Rajoy estuvo incisiva  la semana pasada se vio ayer desbordada, nerviosa, incapaz de que sus preguntas sirviesen para algo. Se daba cuenta de que preguntase lo que preguntase, el presidente le respondería con el vaivén de palabras que giran en la interminable cinta de Moebius. Las respuestas del presidente en la cinta transportadora eran indiferentes a la mercancía que transportaban. Pura paja. Claro que importaba que sus frases estuviesen mal construidas, mal concordadas las palabras, que generase anacoluto trás anacoluto, pero más grave que eso era que no aportase una brizna de luz a los graves problemas que se le iban planteando.

Es fácil concluir que para ser político, al menos en este tiempo y en España, no se necesita ser inteligente. Al contrario, parece un handicap. La relación entre el líder político y sus electores no se parece a la de un maestro y sus alumnos, a la de un médico y sus pacientes, tampoco al más sabio o más honrado entre iguales, sino más bien a la de un goleador jaleado, sus seguidores no son ciudadanos preocupados sino fans. Seguramente es un reflejo de nuestra sociedad y no merecemos -no podemos generar- mejores políticos.

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