N., sabes que no tardo más de veinte minutos en llegar a casa desde El Prat, algo más desde que el Tripartito experimenta con nosotros con esa cosa risible de la velocidad variable. Hoy hubiera querido que el viaje durara horas. El horizonte incendiado era un espectáculo que pocas veces se ve con tal intensidad. El sol crepuscular preñaba las nubes oscuras sobre el Garraf, más allá de Sitges, con una luz salvaje. Una franja sinuosa, irregular, con la forma de un relámpago inmóvil, hería los ojos como un cuchillo. No se podía mirar, pero yo no apartaba la vista. Los edificios, esos paralelepípedos junto a la autopista que no se acaban de vender, emergían como objetos nuevos, atractivos, envueltos en reflejos brillantes. Desde el mar hasta las zonas más altas de la montaña se sucedían dorados de difícil definición y en lo alto, como en un lago que reflejase una gama ilimitada de azules claros y negros, de ocres y amarillos, el sol oblicuo y tapado me hacía rebuscar en mi memoria equivalencias, dónde lo había visto antes.
Se me ocurrían pintores románticos tardíos, de finales del XIX catalán, para mi gusto poco originales y anacrónicos, pero que hoy no me lo parecían tanto, pues cada pintor es esclavo de su paisaje. Pero el paisaje de hoy no lo ha pintado nadie, tampoco mis torpes palabras lo pueden describir, porque ya sabes que la belleza como la vida en general se escapa y es efímera. Como estas palabras no son más que el vano intento por retener un instante que se ha ido. Como tampoco están ya los hermosos pinos que altaneros han bailado durante años ante mi ventana. La grúa los arranca, se los lleva rotos, destrozados por el huracán. Si supiera llorar derramaría las lágrimas que la ocasión precisa.
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