He tenido la experiencia últimamente de participar en eso que denominan democracia participativa. Es un curioso eufemismo para, al tiempo que se niega la democracia vigente, ocultar la pulsión autoritaria que esconden los que la practican. La cosa consiste en defender programas, proyectos o propuestas delante de un auditorio del que se espera que diga sí a todo, aunque vaya en contra de sus intereses, y además con alegría. Y lo sorprendente es que funciona.
Al principio la gente ve que lo que le proponen no les beneficia, que les perjudica gravemente incluso, pero la retórica de los políticos, aunque sean de medio pelo, y las ganas que la gente tiene de reconocimiento -"qué bien que lo estáis haciendo muchachos"- hacen que las propuestas determinadas de antemano pasen incluso con el consentimiento de los perjudicados. Es lo que yo llamaría simulación democrática: se da la palabra a la gente haciéndoles creer que se les escucha, que lo que dicen se tendrá en cuenta en difusas reuniones futuras, que los que mandan son magnánimos y gentiles, sin modificar ni una coma del proyecto original. Las palmaditas del final de la reunió hacen que la gente se vaya a casa feliz.
Cuando se plantea una reunión de este tipo como si fuera un diálogo entre iguales, se hace burla de la democracia y se humilla a los interlocutores. La autoridad, aunque vista pantalones de pana, no asiste desvestida de su poder, la condescendencia, «te estoy prestando el máximo interés del que soy capaz», humilla a los que se prestan a semejante simulación.
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