En realidad, lo que ha ocurrido es que todos creíamos, o nos han hecho creer, que eramos más ricos de lo que en realidad somos. Durante los últimos años hemos gastado lo que teníamos en nuestras carteras y lo que se supone que íbamos a tener en los años por venir. Préstamos e hipotecas. De esa ilusión de riqueza creciente sin merma han vivido inversores, especuladores, políticos y hasta la gente de a pie. Unos listos, otros crédulos y confiados. Todo el mundo sabía que los pisos no valían lo que se pagaba por ellos, que las acciones de las empresas estaban muy sobrevaloradas, que el Estado hacía promesas de bienestar que no se podrían cumplir- ley de dependencia-, que las autonomías incurrían en un gasto desproporcionado -número de funcionarios, sueldos sonrojantes, subvenciones estrafalarias- y que los ayuntamientos estaban haciendo obras que alguien tendría que pagar -el Forum, las Expo, parques de atracciones, museos de arte contemporáneo.
Ahora toca apechugar con los estropicios de la fiesta. No se trata sólo de señalar y castigar a los malos gestores, a los políticos corruptos, a los periodistas deshonestos, se trata de apechugar con nuestra propia responsabilidad por haber creído en sus promesas. Seremos más pobres, tendremos deudas difíciles de saldar, pero de nada servirá la lección si seguimos con los ojos cerrados, los oídos tapados y la lengua muda. Peste de moraleja.
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Hace una semana, mientras se intentaba aprobar el Plan Paulson, algunos políticos europeos hablaban de la pérdida definitiva de la supremacía financiera americana, mientras mostraban cierta complacencia sobre la situación bancaria europea (cuando hay bancos europeos más apalancados que los americanos). Dos días después, cinco bancos europeos han tenido que ser rescatados o nacionalizados y varios países de la UE han tenido que garantizar todos los depósitos de sus bancos.**
Aquí se explica con humor -británico- cómo se ha desatado la crisis.
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