martes, 23 de septiembre de 2008

La cárcel y el olvido

A menudo no son los intelectuales puros -si existen- quienes mejor ven los asuntos, tan cegados por el marco teórico, es decir por los prejuicios académicos, ni los políticos quienes dan con la solución precisa de los problemas, tan atados a sus intereses. Los outsiders desprejuiciados, suelen ver con mayor claridad.
Así este artículo de hoy del gran Enric González. Envidia de no haberlo escrito yo.
Shoichi Yokoi, Hiroo Onoda y Teruo Nakamura gozaron de una breve fama hace algo más de 30 años: fueron los últimos soldados japoneses en las islas del Pacífico, los últimos combatientes de una guerra que terminó y les dejó atrás. Tras su localización y detención-rescate, entre 1972 y 1974, se escribió mucho sobre aquellos personajes que no llegaron a enterarse de la rendición imperial y siguieron combatiendo por su cuenta. Por supuesto, eso era falso. No existe nadie tan idiota. Los tres eran conscientes de que la guerra había acabado. Cada uno, sin embargo, tenía sus propias razones. Yokoi odiaba a su familia y quiso vengarse de ellos desapareciendo en la espesura de Guam. Onoda, oficial de carrera, hizo lo mismo que algunos combatientes confederados tras la guerra civil americana: en nombre del honor militar, creó una banda de forajidos en Lubang hasta que la muerte de sus compañeros le dejó solo. Nakamura no era japonés, sino taiwanés; había sido reclutado a la fuerza, y se negaba a entregarse para que no le enviaran a Japón, un país que odiaba.
Vistos desde lejos, Yokoi, Onoda y Nakamura parecen personajes patéticos. Vistos desde cerca, no tanto. Especialmente Onoda, el único que, con 86 años, sigue vivo: el honorable oficial japonés asesinó a una treintena de campesinos durante sus correrías posbélicas. ¿Qué sentido tuvieron aquellos asesinatos?

ETA fue una banda terrorista. Ahora es una banda terrorista vencida. Durante muchos años, los etarras cometieron crímenes. Ahora cometen crímenes absurdos. Cada uno de sus asesinatos conlleva, además del dolor de siempre, el desaliento de los actos estériles.
Hiroo Onoda se negó a rendirse hasta que el Gobierno japonés localizó a su antiguo superior, el mayor Taniguchi, de profesión librero, y le envió a Lubang. En una parodia de ceremonia militar, Taniguchi aceptó el sable y la rendición de Onoda. No habría sido mucho más difícil enviar una patrulla de policías y sacar a Onoda de la selva con una patada en el culo. A mí me habría parecido más edificante.
Espero que no haya ceremonias, ni públicas ni privadas, con los últimos de ETA. A estas alturas, mejor la cárcel y el olvido.

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