Sesión concursal para subir un escalón honorífico en el sistema educativo de Cataluña. No me gusta verme reflejado en esos rostros crecidos, viejos, que siguen mostrando un rictus juvenil. Se les notan los prejuicios, las convenciones morales que se ven obligados a transmitir diariamente a una caterva de chavales que no les respetan. Amargura, desesperanza, expresiones fosilizadas. Arrastran las humillaciones que son capaces de soportar, es decir, todas, para ascender un grado en la tabla de honores burocráticos (150 euros brutos). Cargan archivadores, carpesanos, carpetas, cajas, bolsas, maletas, rimeros de una existencia contabilizada. Y ante el tribunal que ha de sumar las décimas de su existencia se afanan, como sísifos sin épica, en señalar con el dedo el incuestionable mérito de un legajo.
Una amiga me señala la fila de parados del INEM como el lugar donde están las verdaderas derrotas, tan poco literarias, tan poco cinematográficas. Solicitan que se les devuelva parte de lo que en su vida laboral se les retuvo, pero viven la súplica como una humillación irredimible. ¡Tan pocos hombres afrontando la vida con entereza! Pero estos hombres del concurso, es decir yo mismo, que no necesitan nada para seguir viviendo, son patéticos, suplicando un puesto en una lista de 1200, para demostrarse que una vida entera dedicada a la enseñanza no ha sido en balde.
Desde hace un tiempo, en la última página del diario EP, suben a un hombre al púlpito. Una suerte de La leyenda dorada donde van recopilando las vidas piadosas de la socialdemocracia. Modelos de virtud. Hoy nos presenta a un moderno Simón el Estilita, pero en lugar de columna, con agujero a sus pies. "Cualquier persona inteligente es socialista", le hacen decir. Cuánta inseguridad hay en una proclama como esa, tan innecesaria ya. En algún momento pudo temer por su vida y por su patrimonio. Eso ya es pasado, lejanísimo pasado. Me recuerda aquellos escondidos que surgieron a la luz en los primeros años de la democracia. Por qué hace pues esa proclama. Para ocultar, seguramente, su banalidad, una vida entera para nada, confirmada por la pose de la fotografía, la de un hombre que se parapeta tras el título de un libro. El Goloso, una historia europea de la buena mesa ¿Qué quiere preservar?, acaso, el título del libro que acaba de escribir, la cuenta del restaurante -308,69 euros- en el que tiene lugar la entrevista, los nombres de la carta de ese restaurante. ¿Algo más? El entrevistador, que hace de la banalidad metafísica, quiere hacer de él un arquetipo: “El noble catalán se define juancarlista y de izquierdas. Y es provocador”. Cada uno de esos adjetivos es un lastre de plomo hacia el sumidero que se abre a sus pies.
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