domingo, 24 de febrero de 2008

Pozos de ambición (There Will Be Blood)

Viene anunciada como una de las grandes o la gran película del año, con muchas candidaturas a los óscares.

La película se deja ver. Por momentos uno cree reencontrar las películas del viejo hollywood que reconstruían una época, un fresco histórico se decía, en este caso los comienzos de las grandes empresas del petróleo, al modo de Gigante, por ejemplo. Lo tenía todo para ser una obra maestra. Grandes panorámicas que necesitan la gran pantalla del cine para apreciarse, una música original que marca los momentos más dramáticos, hermosos travellings, como ese que muestra la llegada a la zona conquistada donde el protagonista montará sus torres petrolíferas para explotar un mar de petróleo, interpretaciones intensas y torturadas, a lo Montgomery Clift o a lo James Dean, una hermosa fotografía, un comienzo espectacular. No puedo decir que durante las casi tres horas que dura no me haya divertido. Pero a las obras artísticas hay que juzgarlas por la medida de su ambición. Y Paul Thomas Anderson tiene un ego descomunal, tanto que naufraga: la historia no está suficientemente trabada, los personajes son arquetipos movidos por ideas o pasiones, el dinero, la necesidad de ser admirado, pero no están tan bien dibujados como para que respondan más a los supuestos modelos del alma humana que preocuparon a los clásicos, que a personalidades patológicas. El personaje principal, por ejemplo, el que interpreta Daniel Day Lewis, se supone que representa la ambición desmedida, que nace en el hallazgo de un pozo petrolífero y culmina en su enfrentamiento con la Standard Oil. No se sabe cómo esa ambición deriva en un odio universal por todo lo que se mueve, incluidos los más cercanos a él. Se nos van ofreciendo algunos hechos que tratarían de explicarlo, pero no se ve la progresión, el encadenamiento, hasta el punto de que en algún caso los sucesos violentos que van apareciendo parezcan más propios de una película de suspense o de terror que de un drama psicológico o social. El guionista procede más por yuxtaposición que por sucesión causal, con lo que la consecuencia que extrae el espectador es que no estamos ante una personalidad compleja sino ante un enfermo cuyas acciones ha de estudiar un psiquiatra más que un historiador o un sociólogo. Esa confusión se ve también en la interpretación de un perdido Day Lewis, que va de la sobreactuación a la cara de palo y con la impresión de no saber que está interpretando. La película está inspirada en un novelón de Upton Sinclair, un escritor con conciencia social que describió en sus más de 90 novelas, llenas de sindicalistas y empresarios despiadados, las injusticias de la América de la primera mitad del siglo XX. El mismo que no llegó a entenderse, en el rodaje de ¡Que viva México!, con Sergei Eisenstein, frustrando la experiencia holliwodiense de este. No me voy a leer las 600 páginas de Petroleo" (Oil) para comprobar si P.Th. Anderson sigue el esquema narrativo del premio Pulitzer del 43, pero no parece que la novela vaya de un enfermo que odia sin medida y causa el mal a todo el que se le acerca.

El gran arte se nos presenta en dos moldes, o es realista como los cuadros de Velázquez o es idealista como en las obras de Migel Angel. La realidad tal como es o la realidad tal como debería de ser. P.Th. Anderson, al contrario que Upton Sinclair, opta por el segundo tipo. Pienso en Antígona o Edipo, en Hamlet y Segismundo, en el Avaro o el Misántropo. Y por remitirme al cine, en Ciudadano Kane o Al Este del Edén, en El Perdón o en Cold Mountain. P.Th. Anderson no quiere ser menos que los creadores de esos grandes dramas. El problema, creo yo, es que no ha sabido distinguir entre una personalidad patológica y un personaje arquetípico en el que pudiéramos reconocernos.

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