
Recorría las calles movido por el viento y clamaba a todo el que se encontraba que tenía que contarlo, que se veía obligado a decir lo que había visto. En general la gente lo evitaba, buscaban la otra acera cuando lo veían de lejos, torcían en las esquinas o daban media vuelta si la calle era demasiado estrecha y topar con él era inevitable. En aquel tiempo no había apenas coches, sólo gente deambulando entre edificios caídos y escombros. Si en algún lugar topaba con un grupo de gente reunida, se hacía sitio a codazos hasta el centro y comenzaba su relato. La gente tardaba en reaccionar, no porque escuchasen lo que tenía que decirles sino porque todo era lento entonces. Cuando se quedaba solo volvía a caminar como un loco o perseguía, a veces corriendo, a los que de él huían. Lo evitaban, pero él siempre se hacía visible. Así que una mañana apareció muerto en la plaza del centro. En el breve informe del policía encargado del caso se dice que los que no querían oírlo tuvieron que darle muerte porque difundía un frío mortal.

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