Hasta en las exposiciones parece que Barcelona ande con el ala caída. Si se compara con lo que sucede en Madrid, o, con el mismo Guggenheim de Bilbao, la sensación es de impotencia o falta de imaginación. No creo que falten medios, pues las instituciones privadas –La Caixa, especialmente- se emplean a fondo. Quizá sea cosa de talante, de actitud, de fe en las propias fuerzas. Durante demasiado tiempo las mejores mentes han estado dedicadas, algunas siguen en ello, a construir país, sea lo que sea eso, despilfarrando energías.
La reciente, El arte de la devoción, era atractiva, abundante, costosa, supongo, toda esa cantidad de esculturas traídas de la India, pero muy insatisfactoria. Interesante desde el punto de vista antropológico o histórico, pero no desde el artístico. Esos objetos fuera del contexto de los grandes templos, de una cultura entregada a sus dioses, dicen muy poco. No muchos –dos, tres a lo sumo- producen la conmoción que uno experimenta ante el arte de la escultura clásica. Una leve curiosidad rápidamente apagada, porque muchas piezas son copias de otras que se acaban de ver, todas del amplísimo panteón de dioses o animales sagrados que se hacen pronto familiares y terminan por abrumar.
Algo parecido sucede con la exposición que la otra Caixa produce en la Pedrera, El arte en la Venecia de los siglos XVII y XVIII. Otra vez el interés histórico, por la decadencia de la que fue gran república mediterránea, en este caso, pero los cuadros y dibujos seleccionados no levantan el vuelo. Grandes nombres –Canova, Tintoretto, Veronese, Bassano-, pero pocas obras maestras. Tan sólo esas vedute de Guardi y Canaletto que asoman al final, un género pictórico que ya en su época no tenía otra función que servir de recuerdo a los jóvenes ingleses que hacían el grand tour.
Otra cosa es la gran exposición que la Miró, Un cuerpo sin límites, dedica a la representación
artística del cuerpo humano a lo largo del siglo XX. Aquí sí hay obras que merecen detenerse ante ellas, porque estas sí producen conmoción. Casi todas tienen valor por sí mismas, y si no lo adquieren por proximidad a las demás. Diálogo, influencia, contestación entre Matisse y Picasso, Leger y Braque, Delvaux y Magritte, Giacometti y Henry Moore o Balthus y Egon Schiele. Aunque es verdad que no nos abandona la impresión de que las piezas están presentes porque se ha podido disponer de ellas, no porque haya habido una voluntad de agruparlas con intención de producir significado en una determinada dirección.
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