sábado, 22 de septiembre de 2007

Contra el progreso y otras ilusiones

Al final lo que viene a decirnos John Gray en Contra el progreso, después de su pose de intelectual de rompe y rasga, es que, cuidado, el progreso no es lineal, que los avances científicos no se utilizan siempre de manera positiva o que la experiencia de la ética, la política o el arte no produce beneficios que se acumulen y puedan servir para la siguiente generación. Es decir, obviedades que conoce hasta el más pintado.

En su colección de artículos del libro editado por Paidós quiere dejar claro que él no es ni liberal ni comunista, que del mismo modo que fracasó la utopía comunista, la globalización de intercambios y la extensión mundial de la democracia liberal son una ilusión más (sustitutiva del cristianismo, dice), en este caso de los liberales, que nunca podrá realizarse.

El problema de hacer este tipo de pequeños ensayos poco trabajados es que se incurre con frecuencia en contradicciones: en un sitio critica con desprecio y superioridad intelectual a los neocons y en otro dice que “el imperio estadounidense es la única forma de gobierno global disponible y resuelta, sin duda más benigna que otra alternativa realista que podamos imaginar”, o en otro preferir la claridad hobbesiana de Donald Rumsfeld a la grandilocuencia de Bill Clinton. De afirmar que seguramente Sadam Husein posee armas de destrucción masiva que no dudará en emplear, pasa a acusar a EE UU de interesarse únicamente por el petróleo. Lo que afirma en unos artículos tiene después difícil arreglo en los que escribe después de que los acontecimientos hayan ocurrido: en una parte defiende la necesidad de estados fuertes frente al terrorismo y a la inseguridad del siglo XXI, incluso la necesidad de introducir la tortura en las legislaciones, para quedarse luego sin palabras ante Guantánamo. De decir que el liberalismo y la democracia que representa EE UU no pueden imponerse al resto del mundo a defender la universalidad de los valores liberales. John Gray es un buen ejemplo de la inconsistencia del pensamiento de muchos personajes que se dicen de izquierdas, cuyo único principio claro es la oposición irracional a todo lo que represente la potencia americana y sus derivadas, el mercado global o la democracia liberal.

En una cosa, sin embargo, se distingue de los progres más inconscientes, en la vuelta a Hobbes: no se puede soslayar la variable de la naturaleza humana. Así, impactado por el 11-S, defiende la seguridad frente a la trasnochada idea de que el hombre es bueno por naturaleza. “Hay momentos en los que la seguridad es más importante que la libertad”, afirma.

No comulgo con su idea, la más llamativa de cuantas defiende, de reintroducir la tortura en la legislación. No porque la policía no tenga que hacer su trabajo en situaciones límite (una bomba a punto de estallar en un vagón de metro, por ejemplo), sino porque legalizar la tortura justificaría acciones de las que nos tendríamos que arrepentir y pondría en jaque la moralidad del sistema político democrático (el GAL, por ejemplo). O, ya puestos, justificaría estados policíacos, tipo la Cuba de Castro (es lo que hace John Gray, en otros tiempos asesor de la Tatcher), que con la excusa de “proteger los intereses de los más favorecidos” desprecia los derechos humanos y la libertad. Con el riesgo añadido de que aquellos que han sido sus partidarios durante todo el libro, incapaces de una lectura no literal, salgan despavoridos en cuanto vean escrita la palabra tortura.

**

"Sr. Rivera entendemos que si Usted continúa con su política (...) nosotros lo consideramos a nuestro principal enemigo".

No hay comentarios: