Por fin veo la segunda parte que Clint Eastwood dedica la batalla de Iwo Jima. Si en Banderas de nuestros padres hace un retrato de cómo la sociedad americana de la época, especialmente los políticos, recibió y manipuló la gesta de sus muchachos, los héroes que enarbolaron la bandera en el monte Suribachi, la verdad y las mentiras de la propaganda política y la entrega, heroísmo y confusión de los jóvenes soldados, en esta segunda parte, Cartas desde Iwo Jima, no es tanto el punto de vista japonés lo que se muestra, aunque los protagonistas y el escenario lo sean -no aparece la recepción de la guerra en la sociedad japonesa, sino en algún leve y colateral flash back-, como la humanidad que subyace al horror de la guerra. Hombres combatiendo. Ese tema está bien traído porque el tópico quiere que los japoneses de esa guerra aparezcan indiferenciados, diluida su individualidad, bajo la formación de un ejército entregado hasta la muerte al emperador y a la patria. Pero como no puede ser de otro modo, aquellos japoneses también eran personas y entre ellas los había dispuestos a sacrificarse, es decir suicidarse, siguiendo las órdenes: no entregar una posición sin morir en el empeño, pero también había quien amaba más la vida que el honor o la lealtad al invisible emperador. Así, el general que dirige la defensa de la isla, dividido entre la conciencia de la inutilidad de la defensa de la isla, su profesionalidad que le exige resistir un minuto más allá de lo imposible y su deseo de vivir y de estar con los suyos, y así, un soldado, arrancado a su anterior vida de tendero, al que en ese contexto todas las partes tildarían de cobarde, que no comprende el gran asunto de la guerra ni le importa y que lo que quiere es sobrevivir y volver a casa con su mujer y su hija, a la que aún no conoce. Para ello incumple las órdenes de sus superiores, sabotea mentalmente sus consignas y es incapaz de disparar correctamente. No llega a matar a nadie en una batalla tan mortífera. Cuando los americanos tomen finalmente la isla no sobrevivirá ningún soldado japonés, salvo el soldado tendero, tendido en una camilla, confundido entre los heridos norteamericanos. En la película hay mucho ruido de fondo, explosiones, disparos, máquinas de guerra, hombres muertos, el agobiante y enloquecedor ruido, el decorado propio de la guerra, pero pocos combates directos, muy distinta en eso de la primera parte. En cambio hay charlas, confrontación de ideas, choques de caracteres contrapuestos, insubordinaciones, y eso en el bando que menos se esperaría. Las cartas a que el título hace referencia son el signo de que allí murieron hombres, individuos con sentimientos diferenciados. Clint Eastwood es un liberal americano para quién el valor más grande es la libertad individual. Casi todas sus películas giran en torno a ese asunto, individuos que por uno u otro motivo no son libres o se encuentran en riesgo de perder su libertad pero que luchan denodadamente por mantenerla o recuperarla. Por eso muchos críticos, anteponiendo sus prejuicios, lo tachan de conservador.**
Diario de un escándalo.
Una profesora joven y guapa llega a un instituto de enseñanza media en un barrio de Londres. Su actitud hippie, progresista y desenvuelta es el necesario complemento a una vida crecida en la gratuidad y en la falta de necesidad. El resto del claustro de profesores la contempla como la oportunidad dorada de salir de la normalidad de sus vidas mediocres. Una vieja profesora próxima a la jubilación, que alguna vez creyó poder ser escritora, confunde la fábula de sus ficciones con la realidad: confía en poder someterla a sus deseos, una especie de esclava sexual. Pero la joven burguesa, que parece no haber asumido la responsabilidad, o agobiada por ella, de ser en su vida diaria esposa y madre, con hijo de síndrome de Down incluido, también cree en la oportunidad de saltarse los controles sociales y las reglas de la edad adulta y se enamora de un alumno. El guionista y el director de la peli tenían en sus manos un material en el filo entre el folletín melodramático y el complejo desarrollo de un tema moral. Desgraciadamente no todo el mundo es Clint Eastwood, por lo que se decantan por el primero y ahí acaba la película: los personajes se tornan caricaturas, encarnando posiciones extremas –de ser individuos problemáticos pasan a ser arquetipos de enfermos sociales- y dejan de ser portadores de valores contradictorios en los que pudieran verse reflejados los espectadores. Los actores, mal dirigidos, son ese tipo de peleles de serial televisivo. Una lástima, qué gran oportunidad perdida.

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