Abelardo, a lo que parece irresistible seductor, poeta, músico, gran dialéctico, profesor de la catedral de Notre Dame, en París, fue contratado por el canónigo Fulberto para dar clases particulares a su sobrina Eloisa, sabia y guapa moza, que a sus 17 años era experta en teología, filosofía, griego, hebreo y latín. Con 22 años de diferencia se enamoraron, yacieron juntos, huyeron a Bretaña, tuvieron un hijo y luego se casaron. No le gustó mucho la aventura al canónigo, acaso le disgustase el orden de los sucesos. Ya desconfiaba de un hombre que se las había tenido con Bernardo de Claraval y con Pedro el Venerable, que le habían obligado a echar a las llamas su atrevido manuscrito sobre
Desolados, ambos amantes decidieron tomar hábitos y dedicar su vida al estudio y a la oración. De sus sentimientos posteriores nos hablan las cartas que se escribieron desde sus respectivos monasterios. Abelardo, degradado, se siente culpable y opta por dedicarse a la especulación lógica y dialéctica. Será uno de los primeros filósofos en arrimar la razón a la fe. Eloisa nunca dejó de amarlo, y no perdonó a su tío ni a la iglesia la cruel mutilación que le había privado de su felicidad. 830 años después todavía hay gente que acude con flores al cementerio del Père Lachaise para recordar a ambos amantes.
Es en las cartas donde se ve la constancia del amor, azuzado quizá por la lejanía. Recuerda Abelardo en su Historia calamitatum, texto donde recrea su infortunio, y que normalmente precede toda edición de las cartas: «...Los libros permanecían abiertos, pero el amor más que la lectura era el tema de nuestros diálogos, intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros...» Pero es en las páginas de Eloisa, a la altura de Safo en la historia de la literatura amorosa, si hemos de creer a Rilke, donde emerge la expresión literaria de un amor inconsolable: «...que por lo menos el afectuoso lenguaje de una carta (las palabras te cuestan tan poco) me devuelva tu dulce imagen. En vano puedo aguardar un acto generoso de tu parte, si te muestras tan avaro de palabras...», le reprocha a su amado, más pendiente de restablecer su reputación que de atender a sus cuitas amorosas. Ella, en su vida conventual y durante los muchos años que le sobrevivió, 22, no olvidará su amor incondicional ni le abandonará la melancolía que transmiten las cartas. Sobre todo si la traducción es tan delicada y elegante como se ve en estos fragmentos tomados de las dos primeras.
«No fa pas gaire, un missatger vostre em lliurà la lletra consolatòria que vós, estimadíssim, havíeu enviat a un amic nostre. Només de veure el vostre nom en l’encapçalament, vaig començar a llegir-la tan tendrament com amorosament anhelava qui l’havia escrita, de manera que, si havia perdut la presència del seu cos, almenys les seves paraules fessin reviure en mi la seva imatge. Recordo que gairebé tota la lletra era plena de fel i donzell, ja que explicava la miserable història de la nostra professió i els teus constants patiments, oh tu que ho ets tot per a mi! »
O aún, «Foren tan dolces aquelles delícies d’enamorats a què ens lliuràrem tots dos junts, que no em podem pas desplaure i difícilment puc esborrarles de la memòria. Faci el que faci, es presenten als meus ulls i em desperten el desig. Ni quan dormo no deixen d’encisar-me».
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