La caída de Constantinopla de Steven Runciman añade el placer de la lectura a la información, siguiendo la antigua máxima horaciana del instruir deleitando. Al modo de Gibbon y su caída del imperio romano, Runciman reconstruye los hechos siguiendo tanto el relato cronológico cómo el testimonio de los hombres que vivieron los acontecimientos; su oído está atento a la verdad histórica pero también al eco de los nombres de los protagonistas, de tal modo que al lector le llega el relato con su música haciendo la lectura extraordinariamente amena. El lector asiste a una narración viva de los viejos sucesos, los personajes reaparecen en toda la complejidad con las fidelidades y las traiciones, el heroísmo o la cobardía que acostumbran y en ellos se ve reflejado como en la mejor novela. Un historiador no tiene por qué escribir mal, al contrario la limpieza y claridad de estilo ayudan a que el relato fluya y la verdad transparente. Cuando vemos al emperador Constantino afrontar con sus solas fueras el peligro turco, incapaces genoveses y venecianos, el papa o Alfonso de Aragón, de aunar fuerzas para acudir en su socorro, presentimos lo que tantas veces habrá de repetirse en los siglos por venir. De igual modo prosigue la sorpresa al saber que el arma más mortífera del sultán, un cañón de inusual longitud, la construye un ingeniero húngaro o que su cuerpo militar mejor preparado, y a la postre decisivo, lo forman los jenízaros, europeos especialmente adiestrados, que cuando llegue el momento entrarán a sangre y fuego en la ciudadela cristiana.
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Otra versión del suceso la encontraremos en uno de los capítulos de Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig. Con el mismo gusto por el relato bien contado y con parecida erudición a la de Runciman, Zweig resume en unos cuantos capítulos algunos de los momentos convulsos que en la historia de la humanidad fueron alumbramiento de nuevas épocas o de personalidades significativas. Los dos libros, igualmente placenteros.
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