sábado, 20 de enero de 2007

La caída de Constantinopla

Hace algunas décadas surgió, y pronto se puso de moda entre los historiadores la New Economic History, un intento por hacer de la historia una ciencia precisa, que podía tratar sus asuntos de modo parecido a como lo hacían las ciencias físicas. Otra cosa eran sus resultados. La censura que recibió posteriormente no se debería tanto a los nuevos métodos que proponía, eran irreprochables, sino al desprecio con que miraba al viejo modo de hacer historia. Ese desprecio se resumía en una sola palabra, historicismo. La historia o la geografía moderna debían de ser historia económica o geografía económica, del mismo modo que a la lingüística científica se le denominaba matemática. Las cosas han cambiado desde entonces y los historiadores se han reciclado de muy diversos modos y con distinto éxito. Lo que parece haber quedado claro, sin embargo, es que no se puede desdeñar a quienes son el objeto primero de la historia, los hombres y sus cuitas. Cómo hacer historia sin tener en cuenta la experiencia humana.

La caída de Constantinopla de Steven Runciman añade el placer de la lectura a la información, siguiendo la antigua máxima horaciana del instruir deleitando. Al modo de Gibbon y su caída del imperio romano, Runciman reconstruye los hechos siguiendo tanto el relato cronológico cómo el testimonio de los hombres que vivieron los acontecimientos; su oído está atento a la verdad histórica pero también al eco de los nombres de los protagonistas, de tal modo que al lector le llega el relato con su música haciendo la lectura extraordinariamente amena. El lector asiste a una narración viva de los viejos sucesos, los personajes reaparecen en toda la complejidad con las fidelidades y las traiciones, el heroísmo o la cobardía que acostumbran y en ellos se ve reflejado como en la mejor novela. Un historiador no tiene por qué escribir mal, al contrario la limpieza y claridad de estilo ayudan a que el relato fluya y la verdad transparente. Cuando vemos al emperador Constantino afrontar con sus solas fueras el peligro turco, incapaces genoveses y venecianos, el papa o Alfonso de Aragón, de aunar fuerzas para acudir en su socorro, presentimos lo que tantas veces habrá de repetirse en los siglos por venir. De igual modo prosigue la sorpresa al saber que el arma más mortífera del sultán, un cañón de inusual longitud, la construye un ingeniero húngaro o que su cuerpo militar mejor preparado, y a la postre decisivo, lo forman los jenízaros, europeos especialmente adiestrados, que cuando llegue el momento entrarán a sangre y fuego en la ciudadela cristiana.

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Otra versión del suceso la encontraremos en uno de los capítulos de Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig. Con el mismo gusto por el relato bien contado y con parecida erudición a la de Runciman, Zweig resume en unos cuantos capítulos algunos de los momentos convulsos que en la historia de la humanidad fueron alumbramiento de nuevas épocas o de personalidades significativas. Los dos libros, igualmente placenteros.

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