lunes, 30 de marzo de 2015

A Most Violent Year


            Demasiado lenta y meditativa como para ser un thriller, demasiado leve para ser un drama, tan diluida y evanescente para representar una época –los inicios de los ochenta-, tan demediados los actores principales, Oscar Isaac y Jessica Chastain, a los que falta carácter para representar a dos tipos que presionados por el ambiente político, sindical y empresarial se empeñan en sacar adelante su empresa de distribución de gasolina, que no hay manera de casar el título, El año más violento, con lo que vamos viendo en la pantalla. Todo está a medias en esta peli, que sin embargo consigue crear una cierta atmósfera de indeterminación y difusa amenaza. Lo que le falta en acción y diálogos punzantes, que es lo que esperamos, y hemos visto antes, en otras películas semejantes a esta, le sobra en morosa escenografía y en la tensión ligera  que recorre todo el metraje, pero que no acaba de enganchar al progresivamente desilusionado espectador. Es decir, no acaba uno de saber qué quería el guionista y director, el ambicioso J.C. Chandor, ¿construir un personaje íntegro en contraste con una esposa dura que sí sabe cómo se hacen las cosas en el imposible mundo de los negocios? Si es así no se comprende que en un minuto, al final de la peli, eche todo a rodar y el prota empiece a ser otra cosa diferente a lo que parecía sin mayor explicación. No hay transición. Hay en el personaje de Jessica Chastain una mujer de acción, dura y oscura, capaz de tomar el mando por encima de las debilidades masculinas, que no acaba de concretarse y, en el personaje de Isaac, la duda de la debilidad que su mujer huele como los perros el miedo. Si los dos protagonistas principales están construidos a medias, los secundarios apenas están perfilados o resultan del todo incomprensibles, como el fiscal que interpreta David Oyelowo o el camionero latino de Elyes Gabel. Chandor tenía la idea, los personajes, el escenario, pero no es fácil ser original imitando a los clásicos. Lástima, porque la película prometía.

jueves, 26 de marzo de 2015

Julen


             Julen, un código lleno de información, a la que he contribuido con un 25 %. Más o menos. Lo que sea en adelante tendrá que ver con cuatro caminos que en él confluyen, de las dos Castillas, de Vizcaya, de Inglaterra, valenciano pasado por Barcelona, más lo que la vida le vaya deparando, el clima, las instituciones, la gente con la que irá rozándose. El devenir. Más la tecnología, esa incógnita que se abre con tanto peso, que puede modificar la determinación genética. La vida es un misterio que está siendo desvelado, el futuro, algo que de momento no podemos controlar del todo.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Genética y grupos humanos




            El ser humano (sapiens) convivió durante milenios con otros hermanos del género homo como el neanderthal, el erectus, el denisovano, el rudolfensis y el ergaster. Es posible que con muchos otros que estén por descubrir. El último de sus hermanos el homo floresiensis desapareció hace 12.000 años, aunque es probable que a este último, recluido en la isla de Flores, no lo llegase a conocer. ¿Cómo es que todas las demás especies se extinguieron, quedando sobre la Tierra únicamente el homo sapiens? ¿Provocó una especie de genocidio la expansión de nuestra especie por el planeta hace 70.000 años? ¿Se extinguieron por razones ecológicas ante la competencia por los recursos? ¿Hubo tiempo para que las distintas especies, contra la lógica de la biología que señala que la combinación de especies diferentes no puede ser fértil, se aparearan? Hay dos teorías al respecto, la del entrecruzamiento y la de la sustitución. En 2010 se pudo comparar diferentes ADN de humanos. Ante la sorpresa de los científicos, se descubrió que en el ADN del homo sapiens euroasiático persiste entre un 1 y un 4% de ADN neanderthal y que el homo sapiens chino y coreano tiene un 6% de material denisovano (del homo denisova). Esta constatación genera un montón de problemas. Quizá hubo un momento, hace 50.000, que las especies no estaban tan diferenciadas para que no fuese imposible la fertilidad de la mezcla. Es decir, el neanderthal y el sapiens no eran especies separadas como el caballo y el burro, pero tampoco una misma especie como el bulldog y el spaniel, más bien estaban en un escalón intermedio.

          Eso en cuanto a especies humanas diferentes, pero qué pasa con la diferenciación genética entre poblaciones del homo sapiens, ¿hay diferencias genéticas entre las razas actualmente existentes? Aquí es donde la lía Nicholas Wade con su libro Una herencia incómoda, donde sostiene frente al consenso (¿o los prejuicios?) de los científicos que la evolución humana reciente ha dado lugar a las razas, que los genes influyen en el comportamiento social, que el componente genético evoluciona y que las diferencias entre las instituciones sociales de las diferentes poblaciones pueden explicarse por diferencias genéticas además de por las culturales. 139 genetistas han publicado una carta descalificándolo: la evolución genética de la especie se habría detenido hace 50.000 años (lo que entraría en contradicción con las visibles adaptaciones al clima local como el color de la piel, a la escasez de oxígeno en las poblaciones del Tíbet y los Andes o ante las hambrunas en los genes del metabolismo para almacenar grasa). Wade se defiende diciendo que él no cree que una raza sea por naturaleza superior a las demás. “El racismo y la discriminación deben ser censurables por una cuestión de principios, no de ciencia. La ciencia trata de lo que es, no de lo que debiera ser”.

lunes, 23 de marzo de 2015

La vida a la velocidad de la luz


            ¿Qué es la vida? ¿Cuáles son sus constituyentes básicos? Desde que en abril de 1953 Watson y Crick descubrieran la doble hélice del ADN los laboratorios de biología más que responder a estas preguntas se han dedicado a tratar de entender cómo funciona la célula, la máquina fundamental de la vida, y a intentar reproducir partes de su mecanismo con vistas a crear en el laboratorio una célula ex novo, si es que eso se pudiera. Desde entonces ha habido una carrera para conseguirlo, por el momento con dos grandes hazañas científicas, la secuenciación del genoma humano y el anuncio de la primera célula sintética. En las dos ha participado Craig Venter. En este libro explica cómo se produjo la segunda. El anuncio de que lo había conseguido se hizo en abril del 2010. ¿Qué es lo que su equipo consiguió realmente? Lo que Craig Venter y su equipo hicieron fue secuenciar el genoma de una bacteria, Mycoplasma mycoides (procariota), introducir el cromosoma en la célula de una levadura (eucariota) y desde esta a otra bacteria diferente, Mycoplama capriculom, de modo que se replicase por su cuenta. Lo importante en el caso es la replicación porque esa es la característica más importante de la vida, que los organismos vivos pueden reproducirse. Para verificar que no había errores introdujeron en el genoma sintético marcas de agua –por ejemplo esta frase de James Joyce: “Vivir, equivocarse, caer, triunfar, recrear la vida a partir de la vida”.

           “Habíamos logrado lo que casi quince años antes había sido sólo un sueño disparatado. Empezando con ADN procedente de células, aprendimos cómo leer exactamente la secuencia de ADN. Digitalizamos con éxito la biología al convertir el código químico analógico de cuatro letras (A, T, C, G) en el código digital del ordenador (unos y ceros). Ahora habíamos avanzado con éxito en la otra dirección, empezando con el código digital en el ordenador y recreando la información química de la molécula de ADN, y después a su vez creando células vivas que, a diferencia de cualquiera de las que hubo antes, no tenían historia natural”.

            Para Craig Venter el genoma es el equipo lógico de la vida, el código necesario para crearla. Sin embargo, ¿es suficiente para afirmar que se ha creado vida? Lo que hizo fue insertar ese código en una célula, pero no crear la célula. De momento. Sin embargo las consecuencias de ese logro son inimaginables. Ya se puede alterar genéticamente la E. coli para proporcionar insulina humana, inducir a bacterias a producir coagulación para tratar la hemofilia o fabricar la hormona de crecimiento para tratar el enanismo; obtener plantas resistentes a la sequía, a las plagas, a los herbicidas y a los virus; aumentar el rendimiento y el valor nutritivo de plantas; fabricar plásticos o reducir el uso de fertilizantes basados en combustibles fósiles. Y un sinfín de cosas como alterar genes de animales para mejorar la producción, definir mejor y tratar enfermedades humanas, elaborar sustancias químicas u órganos de cerdos que puedan ser trasplantados y hasta utilizar terapia génica para curar enfermedades. Ha nacido una nueva rama en la que los ingenieros aplican los nuevos conocimientos, la biología sintética.

            Con este logro, queda descartado que la vida dependa de una fuerza vital (vitalismo) o misteriosa o exógena, se trata simplemente un sistema de información. Otra de las cosas que aprendemos en este libro es que los hallazgos científicos no son, o ya no son, fruto del genio de un individuo, como en el pasado un estallido de luz en la mente única de por ejemplo Miguel Ángel, Einstein o Newton, ahora no se logran avances si no es en colaboración con un amplio equipo (48 personas), que a su vez se apoya en el trabajo de equipos de otros laboratorios.

            En los capítulos finales, Craig Venter habla de las posibilidades que se abren a la biología sintética y aparece un mundo de ciencia ficción que sin embargo él y sus colaboradores ya están implementando en Synthetic Genomics, INC, y en el J. Craig Venter Institute. Por ejemplo, la teletransportación biológica con base en la teletransportación cuántica que ya se ha experimentado en 2012, enviando un objeto macroscópico de 100 millones de átomos entre dos puntos distantes. Evidentemente no se trata de transportar un hombre (1032 bits de información) pero sí las instrucciones o el equipo lógico para fabricacarlo (6x109). Las empresas de Venter están creando, por ejemplo, un banco de datos de virus de base para prevenir las evoluciones de los virus y posibles estallidos de pandemias de gripe y poder crear las vacunas cuanto antes. De hecho tienen bancos de simientes víricas que podrían responder en pocas horas ante una emergencia produciendo la vacuna adecuada. “La edad de oro de los antibióticos puede hallarse en su final” por la resistencia que ofrecen los patógenos, así que hay que volver a la época anterior, a la de los fagos (bacteriófagos) que fueron desechados cuando Fleming descubrió la penicilina, una terapia que podrían ser más efectiva y personalizada. Otra posibilidad de ciencia ficción pero que ya está aquí es la de la fabricación biológica a partir de la impresión en 3D. Impresoras de chorro de tinta capaces de convertir información digitalizada en células vivas o incluso en organismos pluricelulares complejos que podrían imprimirse para formar tejidos tridimensionales funcionales.

“La capacidad de imprimir un organismo queda algo distante, pero muy pronto se convertirá en una posibilidad. Nos dirigimos a un mundo sin fronteras en que electrones y ondas electromagnéticas transmitirán información digitalizada aquí allí y a todas partes. Montada sobre estas ondas de información, la vida se desplazará a la velocidad de la luz”.


            Tecnologías que nos servirán para descubrir y analizar a distancia vida en otros planetas y para colonizarlos. Venter confía en que haya vida microbiana en el subsuelo de Marte. Y que misiones futuras al planeta rojo nos lo confirmen.

viernes, 20 de marzo de 2015

El clásico



            Recibo un imperativo mensaje en el móvil de mi compañía telefónica para que añada Canal+1 a mi contrato de Fusión para ver el clásico de este sábado, evidentemente con coste. La verdad es que hay otras opciones, podría piratear la señal o podría ir al bar de la esquina. En el bar de la esquina hay ruido, tensión entre hinchas rivales y emoción, también con un coste: si lo hago cada semana me sale más caro que si contrato lo que mi compañía me pide. En mi mente se cruzan dos sistemas de reglas éticas enfrentadas. La primera recuerda campañas a través de artículos de opinión y de publicidad alertándome contra la ilegalidad y en defensa de los derechos privados. Me alertan diciendo que puedo ser un delincuente o que perjudicaré a mi equipo si pirateo. Por el otro lado me hablan del Internet libre, de la gratuidad debida de los contenidos, del abuso de las grandes empresas. Medito. Si todo el mundo piratea, el sistema es insostenible, las empresas y con ellas los puestos de trabajo y el propio espectáculo se hundirán. Por otro lado, veo los grandes tinglados que se han montado en torno al futbol, empresas mediáticas surgidas de la nada o en colusión con partidos políticos amigos que han conseguido una capitalización espectacular desde la nada, por no hablar de los desproporcionados salarios de los actores y directivos del espectáculo. También pienso en la riqueza, pocas veces señalada, derivada de la competencia y rivalidad entre las dos ciudades, Barcelona y Madrid. Es una gran suerte para el país contar con dicha rivalidad.


            Así que he decidido irme a un concierto de piano con sonatas de Beethoven que sucede a la misma hora que el partido. Sé que el placer que me va a proporcionar, dentro de mis expectativas románticas, es de más calidad pero menos emocionalmente intenso. No lo puedo piratear, pero no me importa apoquinar el óbolo exigido. Aunque, por debajo de mi decisión bien meditada, algo me dice que al acabar el concierto vaya al bar de la esquina para ver los últimos minutos. Lo pensaré con calma porque la gratificación sólo está asegurada al 50%. Si gana mi equipo disfrutaré, pero si pierde me llevaré un gran berrinche.

jueves, 19 de marzo de 2015

La inteligencia del Homo Sapiens



            La expansión de la inteligencia es ambivalente. Es buena y es mala. Veamos. La mayor explosión de inteligencia en la Tierra se produjo hace ahora 70.000 años, en la llamada revolución cognitiva, cuando el homo sapiens adquirió el lenguaje tal como lo conocemos, la capacidad de simbolizar y de representar el mundo y con ella de colonizarlo. Un horizonte de posibilidades se abrió ante el hombre. Quizá nunca antes, no sé si después, ha habido individuos más inteligentes, con mayor capacidad craneana, con mejor adaptación al medio. Pero allí donde el homo sapiens se expandía desaparecían el resto de especies humanas. Además con el gran salto, a través del Pacífico, hace 45.000 años, hasta Australia (qué proeza es comparable, ¿la de Colón?, ¿la llegada del Apolo 11 a la Luna?) comenzó la primera de las grandes extinciones debidas al hombre, los grandes marsupiales desaparecieron de Australia y de otras islas, la fauna desapareció hasta el 90%. Lo mismo sucedió con los grandes mamíferos americanos cuando el homo sapiens hace 16.000 años, a pie, sin sol, con temperaturas de -500, cruzó el puente entre Siberia y Alaska y colonizó, desde el 12.000, en apenas dos milenios, todo el continente hasta la Tierra de Fuego. Lo mismo sucedió más recientemente en la isla de Wrangel con los mamuts, en Nueva Zelanda con las grandes aves o en Madagascar. El homo sapiens ha sido la especie más mortífera que ha habido nunca sobre la Tierra, un asesino ecológico en serie. De los 200 géneros de animales terrestres mayores de 50 kgs, 100 desaparecieron antes de la Revolución Agrícola. Pero no acaba ahí la cosa, la segunda extinción vino con esa revolución, y la tercera está sucediendo en la actualidad con los cambios que se producen con la revolución industrial, cuando los grandes mamíferos marinos que sobrevivieron a las anteriores pueden extinguirse ahora.


            El doble filo de la explosión cognitiva no sólo afecta a la especie también a los individuos. ¿De qué modo? En la época de los cazadores recolectores cada individuo debía estar alerta para sobrevivir y alimentarse. Fue cuando el homo sapiens alcanzó la mejor adaptación posible al medio, eran los animales mejor informados y diestros de la historia. El sapiens necesitaba menos horas semanales para conseguir alimento, era más fuerte, más atlético, tenía una dieta más completa y más equilibrada. Los antropólogos hablan de las “sociedades opulentas originales”, aunque sin idealizarlas, porque por otro lado eran más ecológicamente crueles con los débiles a los que abandonaban o mataban, donde la mortalidad infantil era grande. Pero con la revolución agrícola algo cambió, hasta el cerebro del homo sapiens se ha reducido. La especie se ha ido haciendo más inteligente pero al mismo tiempo, a medida que las revoluciones agrícola e industrial se han consolidado, han aparecido, en palabras de Yuval Harari, “nichos de imbéciles”, gente que no necesita especiales destrezas para sobrevivir porque la sociedad les provee de lo básico, gentes que trasmiten sus genes. La especie acumula más saber pero es posible que los individuos sean cada vez más tontos. La tecnología es una adaptación que al tiempo que nos libera de acciones y esfuerzos básicos reduce la necesidad de permanecer alerta y de transmitir destrezas. Como especie hemos asegurado nuestra supervivencia (producción de alimentos, lucha contra las infecciones), pero hemos aumentado nuestra debilidad como individuos. Ante un evento catastrófico durante el que la sociedad se desmoronase lo tendríamos más difícil para sobrevivir.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El último encuentro, de Sandor Marái


            Un hombre, un soldado, un general, en una gran casa con larga historia, en algún lugar de Hungría, espera la llegada de un viejo amigo. Mientras tanto recuerda la historia de su familia, una familia de militares al servicio del emperador, emparentada con una familia francesa, una familia con dos almas, pues, una disciplinada con sentido del honor y de la fidelidad y otra espiritual, tocada por los sentimientos, el arte, la música. También recuerda su propia historia, amamantado por Nini, la nodriza, una presencia más importante que la de la propia madre, siempre juntos a lo largo de la vida; la academia militar en Viena donde conoció a su amigo íntimo, Konrád, el único, un amigo para toda la vida, pero tan distintos, él, Heinrich, heredero de la tradición familiar en la guardia del emperador, Konrád, de origen polaco y de familia humilde pero orgulloso, sensible, amante de la música, comparten habitación en Viena, pero cada uno haciendo una vida distinta, pública o privada, festiva o íntima, pero sin que los lazos de su amistad se resquebrajen.

            Cuando se reúnen, por fin, el general pide a la nodriza que prepare la casa tal como estaba la última vez que se vieron, hace cuarentaiún años. Primero comen en un comedor en cuyo centro un gran jarrón señala en sus lados los cuatro puntos cardinales, sentado uno frente al oeste, el otro frente al este, echando ambos en falta la presencia de Krisztina en el centro, frente al sur, cuando la mujer del general aún estaba viva. La conversación es morosa y las parrafadas del general, convocando los recuerdos del pasado, la huída de Konrád sin despedirse hacia el trópico, la última jornada de caza, largas. Konrád atiende o hace pequeñas preguntas demandándose adónde quiere llegar el general, preguntándose con el lector qué secreto quiere desvelar en las alusiones que va dejando caer. Porque en realidad el parlamento del general es un largo monólogo que muy poco a poco va trayendo a su conciencia y a la del lector las claves del misterio que ha convocado aquella reunión después de tanto tiempo, con el amigo devuelto desde el trópico como testigo, sin saber si, y ahí está una de las virtudes de la novela, corrobora lo que el general va diciendo, si cuando cargó y levantó la escopeta, en aquella última jornada de caza, apuntaba al ciervo que tenía a la vista o apuntaba al general con la peor de las intenciones, si ese medio minuto de intriga que ha permanecido durante cuarentaiún años en la mente del general era fruto de su imaginación solitaria o no, si la palidez de Krisztina aquella tarde antes de la cena, cuando la sorprendió con un libro sobre el trópico en las manos, quería decir algo o no, como la ausencia del diario en su escritorio dónde ella había prometido contar, en un pacto contra el secreto entre ambos, todos sus sentimientos, era deliberada o no. El lector escucha el larguísimo parlamento y arde en deseos de que el amigo empiece a hablar, corrobore o niegue, pero diga algo, confirme o se desvanezcan las graves acusaciones.

            El parlamento del general es un lamento por su soledad, duda de la amistad de su único amigo, Konrád, que nunca quiso aceptar la ayuda que le ofrecía, siempre rechazó con orgullo sus regalos, también duda del amor de Krisztina que quizá vio en el matrimonio una manera de ascender socialmente desde su pobreza. Quizá nunca tuvo la amistad que él ofreció a su amigo ni el amor de su mujer. El general ha vivido en medio de la ira y el resentimiento durante todos estos años, después de aquella cacería, después de que su amigo se fuese al trópico, después de que tras ocho años en los que Krisztina y él vivieron separados, ella en la gran casa, él en la casa del bosque, en la casa de cazadores que su padre había construido, sin dirigirse la palabra, cada uno con sus recuerdos envenenados, imposibilitados de atenderse mutuamente, esperando cada uno que el otro diese el primer paso, después de que tras esos ocho años ella decidiese enfermar y morir, esperando este momento, el momento de la vuelta de su amigo para hacerle dos preguntas, dice, preguntas que le han corroído pero que al mismo tiempo ha sido el combustible que ha alimentado su vida. ¿Sabía Krisztina que aquella mañana me ibas a matar?, pregunta ahora al amigo. Cuando llega el desenlace, el momento en que el lector espera ansioso la respuesta del amigo, no sucede nada, no hay respuesta a la primera pregunta y la segunda, planteada y respondida cuando ambos se están despidiendo, es banal, sin interés dramático.           

            Crítica

            La novela de Sandor Marái tiene una virtud, la prolongación del interés del lector gracias a dos elementos, una frase de Krisztina en el momento climático de la novela cuando tras la última cacería, el protagonista va a casa de su amigo, comprueba que este se ha marchado inopinadamente al trópico, y con sorpresa encuentra allí a su mujer. Krisztina, ante la huida de Konrád, reacciona así: “Era un cobarde”. El segundo motor de suspense son las dos preguntas que el general dice querer hacer a su amigo en la conversación que da pie al título de la novela, El último encuentro. Dos preguntas que no acaban de llegar y cuando llegan decepcionan. Y ahora voy con los defectos. La conversación, en realidad un monólogo del general retirado de la guardia imperial punteado muy de tarde en tarde por monosílabos o por pequeñas frases del amigo, se alarga de forma retórica con interminables disquisiciones, la mayor parte secundarias, que no siempre aportan información para enriquecer la trama, llena de como si y comparaciones repetitivas. El lector mantiene la atención porque espera la respuesta del amigo para corroborar el andamiaje del general o para contradecirlo desmontándolo. Pero nada de eso sucede. El amigo no entra en acción, permanece como mero espectador, sin contribuir al entendimiento de los sucesos del pasado. La primera pregunta tiene interés pero el amigo dice que no la va a contestar y la segunda, ¿Es la pasión lo único que merece la pena en la vida?, es banal tal como está planteada. Da la impresión que el autor tuviese un tema, sin duda de interés, aunque más en la época que Sandor Marái escribió que en la nuestra, el engaño, la palabra que reiteradamente usa, que el protagonista sufrió por parte de su mujer y de su mejor y único amigo, y una situación melodramática, el último encuentro y la charla, después de cuarentaiún años de espera, entre los dos amigos, pero que no ha sabido qué hacer, cómo llegar al final, cómo cerrarlo, que da vueltas y vueltas construyendo el contexto en que se produjo intentando buscar una salida sin hallar una solución elegante. Hay una contradicción no resuelta porque al autor no ha sabido decantarse por una de las dos posibilidades que tenía ante sí, o bien redondear a sus personajes, darles cuerpo, hondura psicológica, como a veces parece querer hacer, sin lograrlo, porque Krisztina no deja de ser un fantasma en la mente del general y porque Konrád no coge la palabra, en ningún momento entramos en el intríngulis de su conciencia, es una presencia muda en la larga perorata, o bien entregarse a la intriga, por la que otras veces parece querer llevar al lector, pero que tampoco resuelve porque sobre las dos preguntas que mantienen en vilo al lector el propio narrador confiesa al final que no le importan, que ya conoce las respuestas, con lo que el lector se siente estafado, no se le ha ofrecido las implicaciones psicológicas de la conducta de Konrád o de Krisztina ni se le dado la respuesta sorpresiva que prometía la intriga. Una novela, pues, desde mi punto de vista decepcionante, y sobrestimada, con un el estilo elegante del best seller de calidad para gente cultivada, con un buen ritmo pero nada más

martes, 17 de marzo de 2015

Desideratum


            Estamos atenazados por la culpa que nos llega del pasado y la inseguridad que nos amenaza en el futuro. El deseo de aplacar la culpa y el deseo de obtener los bienes que anhelamos como son siempre del todo inalcanzables nos llenan de angustia, convierten la vida del presente en agitado movimiento, un estrés que nos destroza. La condición del sabio ha sido en diferentes épocas, en religiones diversas, en objetivos éticos, vivir al día, liberarse de la mortificación de las consecuencias indeseadas de nuestros actos, suprimir el deseo de atesorar cosas de modo que el simple vivir sea la única voluntad. Vivir el presente de modo que esa aspiración no se convierta en deseo sobre el que inclinar las fuerzas.

lunes, 16 de marzo de 2015

El desmoronamiento. Treinta años de declive americano


            ¿Hemos entrado en un periodo de declive tecnológico? ¿Se ha parado el futuro? Cuando se asiste a la revolución informática, al cielo de Internet, parece osado mantener esta tesis, sin embargo es lo que hace George Packer en su libro, El desmoronamiento. Treinta años de declive americano. Tras la segunda guerra mundial habría habido dos etapas, la primera de innovaciones reales, de crecimiento exponencial, de creatividad técnica que redundó en la mejora de la vida de la gente. Los salarios se sextuplicaron en el periodo que va de 1950 a 1973. Ahora sucede lo contrario, sectores enteros, la agricultura y la industria del tabaco, el textil, la fabricación de muebles, por poner solo unos ejemplos, están en quiebra y millones de personas en paro, los salarios se mantienen o los que empiezan a trabajar cobran salarios de miseria. Hablando de EE UU, que es lo que hace el autor, ¿qué hay de equivalente en la actualidad al programa Apolo o al avión supersónico de aquellos años? ¿El iPad?, mero diseño. George Packer le compra las tesis a Peter Thiel, que se ha hecho multimillonario con PayPal, para afirmar “Queríamos coches voladores y lo que hemos conseguido han sido ciento cuarenta caracteres”. Estamos bajo el hechizo de los aparatitos. ¿Cuáles son las causas del declive del futuro? Serían muchas, demasiada regulación en los campos de la energía, de la alimentación y de los medicamento, por ejemplo; el obtuso ecologismo que impide el desarrollo e implementación de la energía nuclear; la desaparición de la URSS que eliminó el incentivo; el espíritu de paz universal y, por encima de todo, el conformismo. El rector de Yale recibe a sus nuevos alumnos con esta frase: “Felicidades tenéis la vida asegurada”. Thiel despotrica contra la educación superior porque se ha convertido en un “mero marcador de posición, extremadamente ajeno a la pregunta de si sirve en realidad para mejorar la sociedad y la vida de los individuos”. En consecuencia, Thiel financia proyectos emprendedores en campos relacionados, por ejemplo, con el transhumanismo u ofrece becas a mentes brillantes para que abandonen la universidad y funden empresas. Hasta tal punto está convencido Packer de la decadencia que titula su libro El desmoronamiento. Y se refiere a las tres décadas entre 1978 a 2012.

            En realidad su libro es un ensayo con vocación de novela, o al revés, una novela con personajes reales, que es la actual moda, cada uno de ellos sintomático, cada uno testigo de un tiempo de demolición. Real es Peter Thiel, creador de Paypal, el político New Gingrich, la presentadora más famosa del mundo Oprah Winfrey, Colin Powell, el escritor Raymond Carver o el rapero Jay-Z, pero también otra serie de personajes representativos del frustrado sueño americano cuyas vidas va relatando en capítulos alternos a lo largo del libro, como Dean Price, un evangelista heredero de grajeros arruinados del tabaco que monta sus propios negocios en el Piedemonte de los Apalaches, o Tammy Thomas, una trabajadora que lucha por sobrevivir a la ruina de la industria tradicional, en Youngstown, en la cuenca siderúrgica de Ohio, y se embarca con entusiasmo en la campaña de Obama II. Packer define un estado de ánimo más que un frío análisis basado en macrodatos, con vocación de reflejar una época al modo de Steinbeck o de Dos Passos.


            El espejo en que mira Packer y el que nosotros vemos no es necesariamente coincidente. La clase media vive peor que hace unos pocos años, ¿pero ese cambio es definitivo, es para siempre? La gente tiene peores trabajos que antes y gana menos, ¿pero está la tecnología en declive? ¿Es así en las técnicas médicas, en biotecnología, en la industria alimentaria? Qué decir de los extraordinarios avances en la genómica o en el desentrañamiento del cosmos. Cuesta creerlo. No nos ha ido tan mal durante estos últimos treinta años, aunque estos últimos hayan sido muy duros. El desmoronamiento, reconoce Packer, trae más libertad, en la historia de EEUU los declives han sido relativos y siempre han anunciado cambios a mejor.

jueves, 12 de marzo de 2015

El cura y los mandarines, de Gregorio Morán


            Paso esta mañana primaveral, intensa y concentrada buceando en el último ¿mamotreto, libraco, ladrillo? De Gregorio Morán, censurado por Planeta y editado por Akal. No es un libro para leer en la cama o recostado en un sofá, es para ponerlo en la mesa con las dos manos ocupadas, la derecha marcando el índice de personajes y la izquierda buscando páginas. He leído el prólogo para enterarme del porqué de la censura, las 14 páginas censuradas dedicadas a los mandarines de la RAE, con especial dedicación a Víctor García de la Concha, el último capítulo sobre los escritores e hijos de escritores en torno a los años finales del XX, el que dedica a la fundación de El País y uno más dedicado a los novísimos. Luego he ido espigando nombres en el índice, escritores que admiro, otros que he leído con disgusto y algunos otros por mera curiosidad. El libro es un libro de chismorreo, centrado en escritores y periodistas, revistas y periódicos y en los mandarines de la cultura en general. Según Yuval Harari, lo que distingue al Homo Sapiens frente a sus hermanos desaparecidos es la capacidad que nos ha dado nuestro lenguaje para el chismorreo, pero que también para la cooperación, lo que nos distingue como especie y en lo que reside nuestro éxito. Gregorio Morán dedica sus 826 páginas al chismorreo del segundo franquismo y de la transición, desde 1962 a 1996. El cura del título se refiere al ex jesuita Jesús Aguirre, que ascendió a Duque de Alba por matrimonio con Cayetana, la duquesa por excelencia, que le sirve para ir enlazando las épocas, pero aunque tuviese en su momento un peso editorial en Taurus, además de académico y comisario de la Expo, es difícil verlo como el mandarín de los mandarines.


            Creo que hay dos defectos en este modo de proceder, al centrarse en anécdotas y juicios sumarios, el autor -parta él prácticamente todo el mundo en la cultura española es un trepa- no tiene en cuenta el contexto y la perspectiva. Como la vida de un hombre no es muy larga, desgraciadamente, aunque sí lo puede parecer tomada de uno en uno, creo que tenemos el derecho a adaptarnos al contexto, a cambiar, a sobrevivir, siempre que a lo largo de nuestra trayectoria mantengamos un cierto grado de integridad. A algunos personajes los desprecia por haber cambiado el nombre, Francisco por Francesc, a otros por haber sido revolucionarios en su juventud y liberales o conservadores en su madurez, a otros por haber abandonado el radicalismo, a otros por ser hijos de figuras del franquismo y haberse aprovechado de ello. Alguna de esas actitudes es censurable porque estaban movidas por el interés personal, pero otras en absoluto porque el cambio significaba claridad, búsqueda de equilibrio y verdad. El otro defecto es el negativismo con que enfoca todos los periodos, lo poco de salvable que ve en nuestra historia, cuando, si se mira con perspectiva, se ve el gran cambio, sin duda a mejor, de la sociedad española, un cambio material pero también moral. Ahora somos más dueños de nuestro destino, hemos aprendido a juzgar, a no dejarnos estafar fácilmente, a protestar razonablemente y eso se lo debemos a muchos de los escritores, periodistas y políticos a los que Gregorio Morán se carga de un plumazo.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Calvary



            Esta película cuenta la vida de un santo moderno, la santidad para quienes han hecho esta peli sería el equivalente a la integridad. Como se trata de un santo quieren decir que la integridad es una hierba rala, hay que buscarla con el candil de Diógenes. Un cura con sotana, el Padre James Lavelle (un creíble Brendan Gleeson), gobierna o intenta gobernar las almas de un pueblo perdido de Irlanda. En general no son almas dúctiles sino correosas y díscolas que se lo ponen muy difícil, empezando por su hija. Este cura estuvo casado antes de ser sacerdote y la hija huérfana de madre y con el padre entregado a su vocación no lo ha tenido nada fácil. Ateos, adúlteros, chaperos, resabiados, violentos, también algunos feligreses más normales, como el raterillo monaguillo que se le bebe el vino de misa o el viejo escritor que le pide una pistola para acortar el dolor de la muerte que se acerca. El cura puede con todos ellos, aunque siempre hay una prueba casi imposible que el hombre santo ha de superar. En confesión, un hombre que dice haber sido maltratado sexualmente en su infancia por otro cura, como ya no puede vengarse de este porque ya está muerto, le anuncia que al cabo de una semana lo matará, al cura, en la playa. La película salta a lo largo de la semana en pequeños capítulos de un día a otro hasta la cita con la muerte en la playa. Lo vemos echar aceite sobre las heridas de las almas torturadas o pelear contra los imposibles. Le queman la iglesia, le matan al perro, le dan una paliza en el pub.

            Es una película bonita como pocas, bien rodada con bellas postales de Irlanda, mejor interpretada, con bellas canciones que van puntuando el ritmo del montaje, con el sabor de las viejas películas con tema y buenos secundarios. Si se acepta el juego melodramático de los pequeños dramas, de la culpa y la redención y de los hombres providenciales entonces se puede disfrutar, aunque no sea una película redonda y cueste creer que todavía queden mundos como ese en el que las personas vivan su vida con tanta proximidad.

*******



martes, 10 de marzo de 2015

La próxima Edad Media


            “El punto de partida de este libro es el peligro inminente que parece cernirse sobre el conjunto de la especie humana”. Este es el ánimo con el que José David Sacristán de Lama aborda La próxima Edad Media. Pero podemos dejar de contener la respiración porque ya han pasado siete años desde que el libro fue editado. Luego aclara el autor que en realidad no se refiere a la especie sino a la civilización. La que estaría a punto de desmoronarse sería la última de las cinco generaciones culturales que ha vivido el hombre. Tras la sociedad recolectora cazadora anterior al homo sapiens, la sociedad cazadora recolectora avanzada de hace 50.000 años, la sociedad agrícola de hace 10.000 y la del regadío de las civilizaciones urbanas, vendría la nuestra, la generación de la civilización tecnocientífica, la que estaría a punto de descarrilar. ¿Pero en qué consiste el peligro inminente? Aquí reside el problema mayor de este libro que no define con claridad la naturaleza del problema. De forma algo difusa, habla del calentamiento global y de la maldición de Malthus. “Ya es demasiado tarde, porque se ha sobrepasado el umbral crítico de seguridad, y la trampa maltusiana nos atrapa de otro modo: (…) habitamos en un planeta cerrado, de extensión finita, que hemos poblado, forzado y explotado hasta la saturación de sus recursos y de su capacidad de regeneración”. No afina más el autor a la hora de buscar las causas de la catástrofe, se conforma con las grandes frases de la impugnación ideológica. Capitalismo y neoliberalismo, he ahí los culpables.

            A modo de comparación, el autor busca otros periodos históricos con colapsos civilizatorios y los encuentra en el final de Sumer, en los periodos intermedios egipcios, en el colapso maya y en la caída del Imperio Romano que dio origen a la Edad Media, que le sirve de principal ejemplo de comparación. Si el actual agente patógeno se llama capitalismo es evidente que hay que acabar con él. “El cambio no podrá hacerse sin traumatismos, como una simple adaptación. Habría que sufrir los efectos de la demolición del actual sistema económico, aunque fuera más o menos controlada, y eso traería consigo, en el mejor de los casos, una aguda crisis temporal. Teniendo en cuenta el tremendo coste, y que los agentes de la economía tienen intereses propios, sólo en parte dependientes de la política, es imposible que eso se produzca espontáneamente, por convicción. Pero por otra parte, si no se practica esa cirugía, terminará sufriéndose un shock mucho más traumático”. El sistema por sí mismo “no cambiará porque desaparecería, aunque finalmente desaparecerá porque no cambia”. Frase tan del gusto del autor que la repite como un leitmotiv. Así que si no hacemos algo, el siglo XXI será nuestro siglo V.

            ¿Cuáles serán las señales del final de los tiempos? El origen de todos los males estará en la energía: “La pugna por el petróleo promete ser épica”, escribe. Para ser justos hay que volver a advertir que el libro está escrito antes del 2008, antes de la caída de los precios del petróleo y de la explosión del fracking. Los precios crecerán de forma desorbitada, con su correlato, las guerras. A continuación un sálvese quien pueda que hundirá el comercio y la industria, la tecnología decaerá, las migraciones serán enormes, el estado del bienestar allí donde lo hubiere quedará muy mermado, con desabastecimiento de alimentos, cataclismo sanitario y una humanidad envilecida. La consecuencia será el surgimiento de grandes depredadores y su réplica, grupos de autodefensa. El colapso sobrevendrá en cualquier caso, ¿por qué no estamos aterrorizados?, se pregunta el autor.


            ¿Hay solución a tanto mal? “La condición necesaria para salvar el núcleo valioso de la civilización es la autoinmolación de la civilización occidental triunfante, como se sacrifican los restos amortizados de una crisálida”. Y sobre sus ruinas, ¿cómo asegurar una energía suficiente y no contaminante y cómo contener la bomba de la población? Aquí es donde el autor sin nombrarlo recurre a Platón como todos los utopistas: debemos aspirar al ideal de un solo mundo, es decir, un gobierno mundial que dirija la evolución, que atienda a los científicos, que controle las malas tendencias del ser humano, las pasiones (sic), para dar el salto, a través del crecimiento espiritual, al transhumanismo. La utopia pues, precedida de una distopía. 

lunes, 9 de marzo de 2015

La estetización del mundo, de Lipovetsky y Serroy

         
            ¿Todo está perdido? ¿Cuándo la humanidad y la tierra no han estado sometidas a un peligro definitivo? ¿Cuándo no ha habido profetas que han exagerado los peligros y sobrecargado la mochila de la culpa que el hombre lleva consigo? Porque los profetas además de exagerar tienden a fortalecer su preeminencia acusando al hombre de las catástrofes venideras. La amenaza de la ecosfera, las crisis financieras, la inseguridad, la contaminación de las megalópolis, la existencia descorporeizada del mundo digital. Pero hay una forma sosegada de ver las cosas, aquella que sin despreciar los peligros analiza y propone. Es lo que hacen los científicos cuando señalan el mundo y los sociólogos cuando describen el comportamiento humano. Es lo que hace Gilles Lipovetsky, en este caso en compañía de Jean Serroy en La estetización del mundo, una especie de tratado sobre el capitalismo tardío que resume sus libros anteriores. Tras anteriores fases basadas en la producción cuantitativa de mercancías habríamos llegado a una producción cualitativa en la que se tiene en cuenta el gusto del consumidor, al que se intenta seducir apelando a su libertad de opción. Aunque se sigue manteniendo la producción masiva y persiste el hiperconsumismo, los productores ofrecen cada vez más mercancías con procesos estéticos diferenciados y continuamente renovados, donde el consumidor puede seleccionar y darse el placer de elegir. Este tipo de producción, en la que los empresarios se ven a sí mismos como creadores y artistas y a sus productos como objetos valiosos y casi únicos, ofrece al consumidor la conciencia de comportarse como un homo aestheticus, en su sentido griego, tocado por las emociones, la percepción, la sensibilidad.  Porque la característica definitoria de esta fase del capitalismo sería la de la estetización de la vida, en la que la cultura o los productos como objetos culturales han desplazado a las fases anteriores dominadas por la producción de materias primas, de productos industriales o de servicios. Consumir ahora es una experiencia estética que entretiene, divierte, ofrece ambientes y emociones diversos. “La fase cultural del capitalismo se rige por una lógica de la performance, en el sentido artístico del término” (J. Rifkin). Un proceso que ha transformado tanto a la producción como al arte. El objetivo del arte ya no es la elevación espiritual, ni la realización de su esencia sino convertir los productos en objetos culturales que proporcionan placer, mueven sueños o dan satisfacción. Eso es evidente en la industria de la cultura y de la comunicación (música, cine, videojuegos, seriales…), en el propio universo del arte (galerías, museos, expos, ferias, subastas) pero también en la arquitectura, el diseño, la moda, los centros comerciales que conforman el marco de vida del hombre moderno y en las industrias manufactureras que desde su propio nombre a sus campañas de ventas y a sus productos los enrolan un una especie de inflación estética o arte del consumo de masas.

            La sociedad estética hipermoderna no es sólo un sistema de producción también es un ideal de vida, una vida estética llena de sensaciones, viajes, novedades, una vida hedonista e hipermoderna. También una ética, una ética estetizada de la vida que ofrece la autorrealización mediante el goce y la libertad privada, que frente  a las morales ascéticas ofrece satisfacciones sensibles inmediatas y renovables. La ética estética no encierra a los individuos ni es nihilista, tiene sus valores morales como se ve en el auge de las ONGs y en el humanitarismo moral. “La decadencia moral es un mito”, aseguran los autores. Nunca antes ha estado tan viva la conciencia moral, aunque sea sobre la base de la sentimentalización de los valores morales y los comportamientos solidarios. Es evidente que en el capitalismo estético hay una dualización: frente a la estética consumista de la aceleración de la vida, la estética de la experiencia. Es posible detenerse, optar por la lentitud ante la aceleración de la vida, una estética de la vida cualitativa frente a la estética compulsiva del consumo. Tenemos a nuestra mano la bici y el avión, frente a la voracidad los placeres selectivos, frente a la cantidad la cualidad.  

            Por supuesto, el capitalismo artístico hipermoderno, como en todas las épocas, está lleno de paradojas y contradicciones. Al mismo tiempo que se incita al hiperconsumo al homo aestheticus se le pide contención. Se incita a la glotonería y al sedentarismo audiovisual al tiempo que se medicaliza la vida (gimnasia, deporte, dietas) en una especie de hedonismo higiénico; a la abundancia del supermercado y de los centros comerciales frente a la conciencia ecológica de la humanidad en peligro con su intermedio del hiperconsumismo sostenible; a la cultura hedonista y permisiva en la educación frente a la conciencia del límite que padres y educadores quieren inculcar mediante el autocontrol; a la hipercompetencia hasta el estrés en el trabajo compensada por el cuidado personal y el culto al mantenimiento corporal.

            Concluyen los autores diciendo que no es cuestión de demonizar al capitalismo astístico hiperconsumista, que ofrece emancipación individual y provee de placeres, ¿qué otro sistema está capacitado para dar bienestar a los miles de millones que pueblan el planeta? El arte no es la condición de la moralidad. Lo Bello no es el Bien. El objetivo es reducir la importancia del consumo, convertirlo en un medio no un fin. Es el mejor de los mundos que puede ofrecer el capitalismo.

domingo, 8 de marzo de 2015

Dualismo


            Hay muchos modos de partir la humanidad en dos, hombre y mujer, juventud y vejez, ricos y pobres, guapos y feos. Hay otra no claramente evidente, la que está en el origen de nuestras acciones, de nuestros deseos, de nuestra voluntad de hacer mundo, la que separa a los hombres entre resentidos y vitalistas. El resentimiento que nace del sentido de una injusticia jamás resarcida amarga al hombre, lo angustia, socava los principios de una personalidad equilibrada. El vitalista es el hombre que se adapta a la vida que le toca, que convierte los obstáculos en puntos de apoyo para transformarse. En su punto más escorado el resentido es un amargado, siempre disconforme que no se encuentra a gusto más que en la infelicidad. El vitalista más adaptable llega a ser un conformista que puede llegar a convivir con la podredumbre. Hay una ética del resentimiento como la hay del conformismo, del mismo modo que hay políticos resentidos cuya pulsión antes que la construcción es la destrucción, políticos cuyas palabras y gestos, cuya expresión tiende hacia la ira, el odio y la amenaza, como hay aquellos otros que en su rostro bonachón se trasparenta el mejor de los mundos o la ilusión de nada mover para no empeorar.

jueves, 5 de marzo de 2015

Todo fluye, de Vasily Grossman -II-

           

                                               «Desdichado aquél que vive sobre la Tierra…».

            Iván Grigórevich, el personaje principal de la novela, vuelve a la vida tras treinta años de castigo en los campos de trabajo del Ártico, en Vorkutá. Un hombre desplazado, fuera de lugar durante toda su vida. En el departamento del tren donde vuelve lo toman por viejo, mientras los demás hablan él permanece mudo. En Moscú, va a casa de un primo Nikolái Andréyevich, pero este y su mujer desean que se vaya cuanto antes para no remover el pasado. Viaja hasta Leningrado, pasa por delante de la casa de su antigua novia, que se cansó de escribirle cartas al cabo de diez años, pero pasa de largo porque esa puerta también está cerrada. Iván Grigórevich encuentra trabajo en una cooperativa para gente con problemas, artel, y se aloja en casa de una humilde mujer, Anna Serguéyevna, que vive con su sobrino, Aliosha, se encariña con ellos, pero resulta que también esta historia acaba mal. Anna tiene cáncer y muere, a su sobrino lo acoge una hermana de Anna e Iván vuelve a estar solo. Entonces empieza a recordar la vida bajo el leninismo y bajo el estalinismo, las delaciones, las torturas, las condenas a los campos de trabajo, el hambre en Ucrania cuando la colectivización campesina o deskulakización. Los últimos capítulos, más ensayísticos que ficcionales son un proceso al comunismo, una exaltación melancólica de la libertad que Rusia a lo largo de la historia apenas ha tenido y una impugnación de la revolución soviética a la que emparenta con los periodos anteriores, al menos desde Pedro el Grande, porque combina como ellos la voluntad de reformar el país al estilo europeo, introduciendo la ilustración y la industria, con la servidumbre, la esclavitud de la mayoría de la población tanto en la época de los zares como en los tiempos de Stalin.

            Aunque la gran obra de Grossman es Vida y destino, Todo fluye es una especie de resumen de aquella, aunque centrada en el régimen comunista. Es una novela ensayística donde el protagonista Iván Grigórevich vehicula las ideas del propio Vasily Grosmann, un alegato contra el régimen nacido de la Revolución de Octubre y una defensa de la libertad. En los primeros capítulos utiliza la ironía y el sarcasmo para burlarse del doble pensar, de la hipocresía de los que se adaptaron al nuevo régimen como el primo del protagonista que dice haberse visto obligado a firmar contra sus compañeros judíos del instituto en el que trabaja, en la última gran campaña de Stalin, o en el 37 cuando la gran purga. Grossman combina el patetismo de los casos particulares con el análisis del régimen del que nada salva. Escribió la novela dos años antes de morir, en 1966, aunque sólo se publicó 1980. Era imposible que el régimen soviético pudiese publicar una obra que le ponía en cuestión de arriba abajo. Vasily Grossman por boca de Iván Grigórevich pedía lo que la Unión Soviética por su propia constitución no podía darle: la libertad.

“Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá. Lo que permanece, se desarrolla y vive es sólo una verdadera fuerza, que consiste en una sola cosa: la libertad. Vivir significa ser un hombre libre. No todo lo real es racional. Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil”


miércoles, 4 de marzo de 2015

Todo fluye, de Vasily Grossman -I-

Resumen

            La novela comienza con una conversación en el departamento de un tren. De los cuatro personajes sólo tres conversan, se burlan, hacen sarcasmos o se vanaglorian de banalidades. Al cuarto un hombre viejo y canoso, taciturno y  silencioso, lo toman por campesino. En realidad es un hombre que tras treinta años vuelve de los campos de prisioneros de Vorkutá, en el Ártico. En el capítulo siguiente, Nikolái Andréyevich espera con temor a ese hombre, Vania, Iván Grigórevich, su primo. Nikolái y su mujer, Masha, ven trastocados sus planes de ir a una fiesta de cumpleaños. La llegada del primo le trae a Nikolái Andréyevich recuerdos del pasado, su trabajo de biólogo, preterido ante compañeros más dotados que él; una ventana que se abre con motivo de la campaña antijudía de los médicos a los que se acusa del asesinato de  Zhdánov y Scherbakov, gracias a la cual pudo ascender y ser reconocido, a cambio de la firma de manifiestos y conferencias en contra de compañeros; la firma contra Bujarin en 1937, aunque él nunca, asegura, haber denunciado a nadie. Todo cambió cuando, de golpe, sin que el sistema tuviera prevista la contingencia, Stalin murió el 5 de marzo de 1953. Entonces el Estado reconoce sus errores, las falsas acusaciones a los médicos judíos, las torturas, y en consecuencia la liberación de los prisioneros, entre ellas la de Iván. Aunque no se readmite, sin embargo a los científicos en sus antiguos puestos. Nikolái se convierte en jefe del Instituto de investigación. Entonces llega Vania. El capítulo está dedicado al doble pensar y al doble lenguaje, lo que pasa por la mente, lo que se dice. Nikolái habla de la dureza del pasado bajo Stalin, lo mal que lo han pasado todos, todos, no sólo Vania y los demás prisioneros en los campos, también los que se quedaron en la ciudad, él mismo Nikolái que se vio obligado a firmar contra los condenados de 1937, contra sus compañeros judíos del instituto, él, que no ha podido expresarse en libertad. Vania escucha, no habla. Cuando al final le invitan a quedarse a dormir, se excusa, se va y Nikolái Andréyevich y Masha suspiran al verse liberados de la culpa que mueve el silencio de Vania.

            Iván Grigórevich deambula por Moscú, por la gran ciudad que no reconoce, recuerda su infancia en Sochi, la tierra de los circasianos, que incapaces de adaptarse al mundo ruso emigraron en masa a las tierras del imperio otomano. Viaja en tren a Leningrado. En su deambular ve las casas derribadas durante el sitio, la geografía urbana trastornada, recuerda sus años de estudiante, pasa por delante de la casa de su novia, que después de diez años dejó de enviarle cartas a los campos, y por fin encuentra a un antiguo compañero de estudios, Pineguin, ahora con sombrero de fieltro y un buen traje. De nuevo Grossman muestra el doble lenguaje, lo que el personaje piensa, lo que dice justificándose, atemorizado ante el silencio de Iván Grigórevich. En otro capítulo, dedicado a Pineguin, este maldice las decisiones que ha tomado ese día para llegar a encontrarse con Iván Grigórevich, un encuentro que ha acabado con su vida ordenada y tranquila, porque fue él, Pineguin quien lo delató.

            Iván, se aloja en casa de una humilde mujer, Anna Serguéyevna, que vive con su sobrino, Aliosha, se encariña con ellos, pero resulta que también esta historia acaba mal, Anna tiene cáncer y muere. A su sobrino lo acoge una hermana de Anna e Iván vuelve a estar solo.

            Vienen después una serie de capítulos donde Grossman mezcla lo descriptivo con el patetismo de una serie de personajes que sufren o se aprovechan del sinsentido del régimen. Describe cuatro tipos de delatores: el aterrorizado, el hipnotizado por el poder del Estado, el miembro del partido que cumple con su deber y que medra gracias a la delación, el que por ese medio obtiene beneficios materiales y todas las justificaciones que tienen preparadas, ¿eran culpables, acaso no son todos culpables o en primer lugar no lo es el Estado, las circunstancias, la historia?


            Iván Grigórevich recuerda luego la dureza de la vida en los campos de trabajo, en Vorkutá, en el Ártico, en Siberia. Piensa, por ejemplo, lo mal que lo pasan las mujeres. Dedica un capítulo a María Konstantínovna, una mujer de veintiséis años. Un día llegó un cuervo, el vehículo de traslados, a su casa y la condujo a un vagón de tren. Se inicia entonces un largo viaje a Siberia, a los campos de mujeres, acompañada de ladronas que le roban lo poco que tiene, del frío, del hambre. Y todo por no haber querido denunciar a su marido, Andréi, como ella deportado también, dejando atrás a Yulia, su hija, de quien nunca más sabrá. En el campo la entregan a trabajos forzados, un guardián la toma como su concubina, la golpea. Otras mujeres convierten a otras en sus esposas. “Mujeres de doctores, ingenieros, pintores y agrónomos, mujeres de mariscales y químicos, mujeres de fiscales y de granjeros deskulakizados, de agricultores rusos y bielorrusos”, algunas manteniendo la fe en el comunismo, porque con ellas se había cometido un error. María tarda en perder la esperanza porque es lo que la mantiene en vida, hasta que un día escuchando por casualidad la radio, la pierde. El día que la ofrecen la libertad, tras la muerte de Stalin, se tiende en una cabaña helada sobre una tarima de pino y muere.

            En otros capítulos, como en un sueño, la madre de Iván Grigórevich le cuenta la gran hambruna en su pueblo de Ucrania. La requisa del grano, incluida la de la simiente, la falta de pan, sustituido por harina de bellota hasta que ésta se acaba, luego por cualquier cosa que hubiese a mano, patatas, mondas de patatas, correajes de cuero, luego los animales de casa, los perros y gatos, hasta no quedar nada, el hambre, la locura y el canibalismo en algunos casos, la muerte.

            En otro, cuenta la historia de Lev Mekler, un revolucionario judío de primera hora, de cuando la guerra civil, comisario de justicia en Ucrania, un revolucionario puro, capaz de entregar a su propio padre, de no hacer oídos a su hermana con tal de salvar a su cuñado, riguroso e implacable a la hora de perseguir a los enemigos de la revolución. Pues bien, también él, Lev Mekler, es detenido, torturado hasta perder seis dientes y obligado a confesarse culpable, traidor al partido, enviado a los campos, sin que por ello en ningún momento decaiga su fe. El partido convertido en Estado ya no necesita a los revolucionarios de la primera hora, al contrario los ve como un lastre, necesita deshacerse de ellos.

            En los últimos capítulos, Iván Grigórevich analiza la personalidad de Lenin, cómo el Estado que ha surgido de la revolución ha escogido los peores rasgos de su personalidad, no la austeridad y la bondad ocasional de Lenin sino su dureza de pedernal, su implacabilidad dialéctica, aquella que en Lenin no buscaba la verdad sino la victoria sobre sus oponentes. La mayor revolución no se produjo en octubre sino cuando se liberó a los siervos. Rusia se ha caracterizado por modernizarse al tiempo que mantenía la servidumbre, la esclavitud de la mayoría de la población. Es lo que vuelve a hacer Lenin, modernizar el país pero volviendo a esclavizar a la gente, con la libertad ausente. En la última etapa, se ha dado el paso definitivo, la conversión del Estado Soviético en un calco de las necesidades de Stalin, moldeado por su personalidad, enlazando con la historia de Rusia, donde la modernización se consigue mediante la esclavitud:


         “El principio milenario según el cual el desarrollo de la cultura, la ciencia y la potencia industrial se obtenía a la par que crecía la ausencia de libertad —principio puesto en práctica por la Rusia de los boyardos, Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina II— alcanzó su victoria plena con Stalin”.