Un hombre,
un soldado, un general, en una gran casa con larga historia, en algún lugar de
Hungría, espera la llegada de un viejo amigo. Mientras tanto recuerda la
historia de su familia, una familia de militares al servicio del emperador,
emparentada con una familia francesa, una familia con dos almas, pues, una
disciplinada con sentido del honor y de la fidelidad y otra espiritual, tocada
por los sentimientos, el arte, la música. También recuerda su propia historia,
amamantado por Nini, la nodriza, una presencia más importante que la de la
propia madre, siempre juntos a lo largo de la vida; la academia militar en
Viena donde conoció a su amigo íntimo, Konrád, el único, un amigo para toda la
vida, pero tan distintos, él, Heinrich, heredero de la tradición familiar en la
guardia del emperador, Konrád, de origen polaco y de familia humilde pero
orgulloso, sensible, amante de la música, comparten habitación en Viena, pero
cada uno haciendo una vida distinta, pública o privada, festiva o íntima, pero
sin que los lazos de su amistad se resquebrajen.
Cuando se
reúnen, por fin, el general pide a la nodriza que prepare la casa tal como
estaba la última vez que se vieron, hace cuarentaiún años. Primero comen en un
comedor en cuyo centro un gran jarrón señala en sus lados los cuatro puntos
cardinales, sentado uno frente al oeste, el otro frente al este, echando ambos
en falta la presencia de Krisztina en el centro, frente al sur, cuando la mujer
del general aún estaba viva. La conversación es morosa y las parrafadas del
general, convocando los recuerdos del pasado, la huída de Konrád sin despedirse
hacia el trópico, la última jornada de caza, largas. Konrád atiende o hace
pequeñas preguntas demandándose adónde quiere llegar el general, preguntándose
con el lector qué secreto quiere desvelar en las alusiones que va dejando caer.
Porque en realidad el parlamento del general es un largo monólogo que muy poco
a poco va trayendo a su conciencia y a la del lector las claves del misterio
que ha convocado aquella reunión después de tanto tiempo, con el amigo devuelto
desde el trópico como testigo, sin saber si, y ahí está una de las virtudes de
la novela, corrobora lo que el general va diciendo, si cuando cargó y levantó
la escopeta, en aquella última jornada de caza, apuntaba al ciervo que tenía a
la vista o apuntaba al general con la peor de las intenciones, si ese medio
minuto de intriga que ha permanecido durante cuarentaiún años en la mente del
general era fruto de su imaginación solitaria o no, si la palidez de Krisztina aquella
tarde antes de la cena, cuando la sorprendió con un libro sobre el trópico en
las manos, quería decir algo o no, como la ausencia del diario en su escritorio
dónde ella había prometido contar, en un pacto contra el secreto entre ambos,
todos sus sentimientos, era deliberada o no. El lector escucha el larguísimo
parlamento y arde en deseos de que el amigo empiece a hablar, corrobore o
niegue, pero diga algo, confirme o se desvanezcan las graves acusaciones.
El
parlamento del general es un lamento por su soledad, duda de la amistad de su
único amigo, Konrád, que nunca quiso aceptar la ayuda que le ofrecía, siempre
rechazó con orgullo sus regalos, también duda del amor de Krisztina que quizá
vio en el matrimonio una manera de ascender socialmente desde su pobreza. Quizá
nunca tuvo la amistad que él ofreció a su amigo ni el amor de su mujer. El
general ha vivido en medio de la ira y el resentimiento durante todos estos
años, después de aquella cacería, después de que su amigo se fuese al trópico,
después de que tras ocho años en los que Krisztina y él vivieron separados,
ella en la gran casa, él en la casa del bosque, en la casa de cazadores que su
padre había construido, sin dirigirse la palabra, cada uno con sus recuerdos
envenenados, imposibilitados de atenderse mutuamente, esperando cada uno que el
otro diese el primer paso, después de que tras esos ocho años ella decidiese
enfermar y morir, esperando este momento, el momento de la vuelta de su amigo
para hacerle dos preguntas, dice, preguntas que le han corroído pero que al
mismo tiempo ha sido el combustible que ha alimentado su vida. ¿Sabía Krisztina
que aquella mañana me ibas a matar?, pregunta ahora al amigo. Cuando llega el
desenlace, el momento en que el lector espera ansioso la respuesta del amigo,
no sucede nada, no hay respuesta a la primera pregunta y la segunda, planteada
y respondida cuando ambos se están despidiendo, es banal, sin interés
dramático.
Crítica
La novela
de Sandor Marái tiene una virtud, la prolongación del interés del lector
gracias a dos elementos, una frase de Krisztina en el momento climático de la
novela cuando tras la última cacería, el protagonista va a casa de su amigo,
comprueba que este se ha marchado inopinadamente al trópico, y con sorpresa encuentra
allí a su mujer. Krisztina, ante la huida de Konrád, reacciona así: “Era un cobarde”. El segundo motor de
suspense son las dos preguntas que el general dice querer hacer a su amigo en
la conversación que da pie al título de la novela, El último encuentro.
Dos preguntas que no acaban de llegar y cuando llegan decepcionan. Y ahora voy
con los defectos. La conversación, en realidad un monólogo del general retirado
de la guardia imperial punteado muy de tarde en tarde por monosílabos o por
pequeñas frases del amigo, se alarga de forma retórica con interminables
disquisiciones, la mayor parte secundarias, que no siempre aportan información
para enriquecer la trama, llena de como si y comparaciones repetitivas.
El lector mantiene la atención porque espera la respuesta del amigo para corroborar
el andamiaje del general o para contradecirlo desmontándolo. Pero nada de eso
sucede. El amigo no entra en acción, permanece como mero espectador, sin
contribuir al entendimiento de los sucesos del pasado. La primera pregunta
tiene interés pero el amigo dice que no la va a contestar y la segunda, ¿Es la
pasión lo único que merece la pena en la vida?, es banal tal como está planteada.
Da la impresión que el autor tuviese un tema, sin duda de interés, aunque más
en la época que Sandor Marái escribió que en la nuestra, el engaño, la palabra
que reiteradamente usa, que el protagonista sufrió por parte de su mujer y de
su mejor y único amigo, y una situación melodramática, el último encuentro y la
charla, después de cuarentaiún años de espera, entre los dos amigos, pero que
no ha sabido qué hacer, cómo llegar al final, cómo cerrarlo, que da vueltas y
vueltas construyendo el contexto en que se produjo intentando buscar una salida
sin hallar una solución elegante. Hay una contradicción no resuelta porque al
autor no ha sabido decantarse por una de las dos posibilidades que tenía ante
sí, o bien redondear a sus personajes, darles cuerpo, hondura psicológica, como
a veces parece querer hacer, sin lograrlo, porque Krisztina no deja de ser un
fantasma en la mente del general y porque Konrád no coge la palabra, en ningún
momento entramos en el intríngulis de su conciencia, es una presencia muda en
la larga perorata, o bien entregarse a la intriga, por la que otras veces
parece querer llevar al lector, pero que tampoco resuelve porque sobre las dos
preguntas que mantienen en vilo al lector el propio narrador confiesa al final
que no le importan, que ya conoce las respuestas, con lo que el lector se
siente estafado, no se le ha ofrecido las implicaciones psicológicas de la
conducta de Konrád o de Krisztina ni se le dado la respuesta sorpresiva que
prometía la intriga. Una novela, pues, desde mi punto de vista decepcionante, y
sobrestimada, con un el estilo elegante del best seller de calidad para gente
cultivada, con un buen ritmo pero nada más
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