¿Todo está
perdido? ¿Cuándo la humanidad y la tierra no han estado sometidas a un peligro
definitivo? ¿Cuándo no ha habido profetas que han exagerado los peligros y
sobrecargado la mochila de la culpa que el hombre lleva consigo? Porque los
profetas además de exagerar tienden a fortalecer su preeminencia acusando al
hombre de las catástrofes venideras. La amenaza de la ecosfera, las crisis
financieras, la inseguridad, la contaminación de las megalópolis, la existencia
descorporeizada del mundo digital. Pero hay una forma sosegada de ver las
cosas, aquella que sin despreciar los peligros analiza y propone. Es lo que
hacen los científicos cuando señalan el mundo y los sociólogos cuando describen
el comportamiento humano. Es lo que hace Gilles Lipovetsky, en este caso en
compañía de Jean Serroy en La estetización del mundo, una especie de
tratado sobre el capitalismo tardío que resume sus libros anteriores. Tras
anteriores fases basadas en la producción cuantitativa de mercancías habríamos
llegado a una producción cualitativa en la que se tiene en cuenta el gusto del
consumidor, al que se intenta seducir apelando a su libertad de opción. Aunque
se sigue manteniendo la producción masiva y persiste el hiperconsumismo, los
productores ofrecen cada vez más mercancías con procesos estéticos
diferenciados y continuamente renovados, donde el consumidor puede seleccionar
y darse el placer de elegir. Este tipo de producción, en la que los empresarios
se ven a sí mismos como creadores y artistas y a sus productos como objetos
valiosos y casi únicos, ofrece al consumidor la conciencia de comportarse como
un homo aestheticus, en su sentido griego, tocado por las emociones, la
percepción, la sensibilidad. Porque la
característica definitoria de esta fase del capitalismo sería la de la estetización
de la vida, en la que la cultura o los productos como objetos culturales han
desplazado a las fases anteriores dominadas por la producción de materias
primas, de productos industriales o de servicios. Consumir ahora es una
experiencia estética que entretiene, divierte, ofrece ambientes y emociones
diversos. “La fase cultural del capitalismo se rige por una lógica de la
performance, en el sentido artístico del término” (J. Rifkin). Un proceso que
ha transformado tanto a la producción como al arte. El objetivo del arte ya no
es la elevación espiritual, ni la realización de su esencia sino convertir los
productos en objetos culturales que proporcionan placer, mueven sueños o dan
satisfacción. Eso es evidente en la industria de la cultura y de la
comunicación (música, cine, videojuegos, seriales…), en el propio universo del
arte (galerías, museos, expos, ferias, subastas) pero también en la
arquitectura, el diseño, la moda, los centros comerciales que conforman el
marco de vida del hombre moderno y en las industrias manufactureras que desde
su propio nombre a sus campañas de ventas y a sus productos los enrolan un una
especie de inflación estética o arte del consumo de masas.
La sociedad
estética hipermoderna no es sólo un sistema de producción también es un ideal
de vida, una vida estética llena de sensaciones, viajes, novedades, una vida
hedonista e hipermoderna. También una ética, una ética estetizada de la vida
que ofrece la autorrealización mediante el goce y la libertad privada, que
frente a las morales ascéticas ofrece
satisfacciones sensibles inmediatas y renovables. La ética estética no encierra
a los individuos ni es nihilista, tiene sus valores morales como se ve en el
auge de las ONGs y en el humanitarismo moral. “La decadencia moral es un mito”,
aseguran los autores. Nunca antes ha estado tan viva la conciencia moral,
aunque sea sobre la base de la sentimentalización de los valores morales y los
comportamientos solidarios. Es evidente que en el capitalismo estético hay una
dualización: frente a la estética consumista de la aceleración de la vida, la
estética de la experiencia. Es posible detenerse, optar por la lentitud ante la
aceleración de la vida, una estética de la vida cualitativa frente a la estética
compulsiva del consumo. Tenemos a nuestra mano la bici y el avión, frente a la
voracidad los placeres selectivos, frente a la cantidad la cualidad.
Por
supuesto, el capitalismo artístico hipermoderno, como en todas las épocas, está
lleno de paradojas y contradicciones. Al mismo tiempo que se incita al
hiperconsumo al homo aestheticus se le pide contención. Se incita a la
glotonería y al sedentarismo audiovisual al tiempo que se medicaliza la vida
(gimnasia, deporte, dietas) en una especie de hedonismo higiénico; a la
abundancia del supermercado y de los centros comerciales frente a la conciencia
ecológica de la humanidad en peligro con su intermedio del hiperconsumismo
sostenible; a la cultura hedonista y permisiva en la educación frente a la
conciencia del límite que padres y educadores quieren inculcar mediante el
autocontrol; a la hipercompetencia hasta el estrés en el trabajo compensada por
el cuidado personal y el culto al mantenimiento corporal.
Concluyen
los autores diciendo que no es cuestión de demonizar al capitalismo astístico
hiperconsumista, que ofrece emancipación individual y provee de placeres, ¿qué
otro sistema está capacitado para dar bienestar a los miles de millones que
pueblan el planeta? El arte no es la condición de la moralidad. Lo Bello no es
el Bien. El objetivo es reducir la importancia del consumo, convertirlo en un
medio no un fin. Es el mejor de los mundos que puede ofrecer el capitalismo.
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