Resumen
La novela
comienza con una conversación en el departamento de un tren. De los cuatro personajes
sólo tres conversan, se burlan, hacen sarcasmos o se vanaglorian de
banalidades. Al cuarto un hombre viejo y canoso, taciturno y silencioso, lo toman por campesino. En
realidad es un hombre que tras treinta años vuelve de los campos de prisioneros
de Vorkutá, en el Ártico. En el capítulo siguiente, Nikolái Andréyevich espera
con temor a ese hombre, Vania, Iván Grigórevich, su primo. Nikolái y su mujer,
Masha, ven trastocados sus planes de ir a una fiesta de cumpleaños. La llegada
del primo le trae a Nikolái Andréyevich recuerdos del pasado, su trabajo de
biólogo, preterido ante compañeros más dotados que él; una ventana que se abre
con motivo de la campaña antijudía de los médicos a los que se acusa del
asesinato de Zhdánov y Scherbakov,
gracias a la cual pudo ascender y ser reconocido, a cambio de la firma de
manifiestos y conferencias en contra de compañeros; la firma contra Bujarin en
1937, aunque él nunca, asegura, haber denunciado a nadie. Todo cambió cuando, de
golpe, sin que el sistema tuviera prevista la contingencia, Stalin murió el 5
de marzo de 1953. Entonces el Estado reconoce sus errores, las falsas acusaciones
a los médicos judíos, las torturas, y en consecuencia la liberación de los
prisioneros, entre ellas la de Iván. Aunque no se readmite, sin embargo a los
científicos en sus antiguos puestos. Nikolái se convierte en jefe del Instituto
de investigación. Entonces llega Vania. El capítulo está dedicado al doble
pensar y al doble lenguaje, lo que pasa por la mente, lo que se dice. Nikolái
habla de la dureza del pasado bajo Stalin, lo mal que lo han pasado todos, todos,
no sólo Vania y los demás prisioneros en los campos, también los que se quedaron
en la ciudad, él mismo Nikolái que se vio obligado a firmar contra los
condenados de 1937, contra sus compañeros judíos del instituto, él, que no ha
podido expresarse en libertad. Vania escucha, no habla. Cuando al final le
invitan a quedarse a dormir, se excusa, se va y Nikolái Andréyevich y Masha suspiran
al verse liberados de la culpa que mueve el silencio de Vania.
Iván
Grigórevich deambula por Moscú, por la gran ciudad que no reconoce, recuerda su
infancia en Sochi, la tierra de los circasianos, que incapaces de adaptarse al
mundo ruso emigraron en masa a las tierras del imperio otomano. Viaja en tren a
Leningrado. En su deambular ve las casas derribadas durante el sitio, la
geografía urbana trastornada, recuerda sus años de estudiante, pasa por delante
de la casa de su novia, que después de diez años dejó de enviarle cartas a los
campos, y por fin encuentra a un antiguo compañero de estudios, Pineguin, ahora
con sombrero de fieltro y un buen traje. De nuevo Grossman muestra el doble
lenguaje, lo que el personaje piensa, lo que dice justificándose, atemorizado
ante el silencio de Iván Grigórevich. En otro capítulo, dedicado a Pineguin,
este maldice las decisiones que ha tomado ese día para llegar a encontrarse con
Iván Grigórevich, un encuentro que ha acabado con su vida ordenada y tranquila,
porque fue él, Pineguin quien lo delató.
Iván, se
aloja en casa de una humilde mujer, Anna Serguéyevna, que vive con su sobrino, Aliosha,
se encariña con ellos, pero resulta que también esta historia acaba mal, Anna
tiene cáncer y muere. A su sobrino lo acoge una hermana de Anna e Iván vuelve a
estar solo.
Vienen
después una serie de capítulos donde Grossman mezcla lo descriptivo con el
patetismo de una serie de personajes que sufren o se aprovechan del sinsentido
del régimen. Describe cuatro tipos de delatores: el aterrorizado, el
hipnotizado por el poder del Estado, el miembro del partido que cumple con su
deber y que medra gracias a la delación, el que por ese medio obtiene
beneficios materiales y todas las justificaciones que tienen preparadas, ¿eran
culpables, acaso no son todos culpables o en primer lugar no lo es el Estado,
las circunstancias, la historia?
Iván
Grigórevich recuerda luego la dureza de la vida en los campos de trabajo, en
Vorkutá, en el Ártico, en Siberia. Piensa, por ejemplo, lo mal que lo pasan las
mujeres. Dedica un capítulo a María Konstantínovna, una mujer de veintiséis
años. Un día llegó un cuervo, el vehículo de traslados, a su casa y la condujo
a un vagón de tren. Se inicia entonces un largo viaje a Siberia, a los campos
de mujeres, acompañada de ladronas que le roban lo poco que tiene, del frío,
del hambre. Y todo por no haber querido denunciar a su marido, Andréi, como
ella deportado también, dejando atrás a Yulia, su hija, de quien nunca más
sabrá. En el campo la entregan a trabajos forzados, un guardián la toma como su
concubina, la golpea. Otras mujeres convierten a otras en sus esposas. “Mujeres
de doctores, ingenieros, pintores y agrónomos, mujeres de mariscales y
químicos, mujeres de fiscales y de granjeros deskulakizados, de agricultores
rusos y bielorrusos”, algunas manteniendo la fe en el comunismo, porque con ellas
se había cometido un error. María tarda en perder la esperanza porque es
lo que la mantiene en vida, hasta que un día escuchando por casualidad la
radio, la pierde. El día que la ofrecen la libertad, tras la muerte de Stalin,
se tiende en una cabaña helada sobre una tarima de pino y muere.
En otros
capítulos, como en un sueño, la madre de Iván Grigórevich le cuenta la gran
hambruna en su pueblo de Ucrania. La requisa del grano, incluida la de la
simiente, la falta de pan, sustituido por harina de bellota hasta que ésta se
acaba, luego por cualquier cosa que hubiese a mano, patatas, mondas de patatas,
correajes de cuero, luego los animales de casa, los perros y gatos, hasta no
quedar nada, el hambre, la locura y el canibalismo en algunos casos, la muerte.
En otro,
cuenta la historia de Lev Mekler, un revolucionario judío de primera hora, de
cuando la guerra civil, comisario de justicia en Ucrania, un revolucionario puro,
capaz de entregar a su propio padre, de no hacer oídos a su hermana con tal de
salvar a su cuñado, riguroso e implacable a la hora de perseguir a los enemigos
de la revolución. Pues bien, también él, Lev Mekler, es detenido, torturado
hasta perder seis dientes y obligado a confesarse culpable, traidor al partido,
enviado a los campos, sin que por ello en ningún momento decaiga su fe. El
partido convertido en Estado ya no necesita a los revolucionarios de la primera
hora, al contrario los ve como un lastre, necesita deshacerse de ellos.
En los
últimos capítulos, Iván Grigórevich analiza la personalidad de Lenin, cómo el
Estado que ha surgido de la revolución ha escogido los peores rasgos de su
personalidad, no la austeridad y la bondad ocasional de Lenin sino su dureza de
pedernal, su implacabilidad dialéctica, aquella que en Lenin no buscaba la
verdad sino la victoria sobre sus oponentes. La mayor revolución no se produjo
en octubre sino cuando se liberó a los siervos. Rusia se ha caracterizado por
modernizarse al tiempo que mantenía la servidumbre, la esclavitud de la mayoría
de la población. Es lo que vuelve a hacer Lenin, modernizar el país pero
volviendo a esclavizar a la gente, con la libertad ausente. En la última etapa,
se ha dado el paso definitivo, la conversión del Estado Soviético en un calco
de las necesidades de Stalin, moldeado por su personalidad, enlazando con la
historia de Rusia, donde la modernización se consigue mediante la esclavitud:
“El
principio milenario según el cual el desarrollo de la cultura, la ciencia y la
potencia industrial se obtenía a la par que crecía la ausencia de libertad
—principio puesto en práctica por la Rusia de los boyardos, Iván el Terrible,
Pedro el Grande y Catalina II— alcanzó su victoria plena con Stalin”.
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