Hay muchos
modos de partir la humanidad en dos, hombre y mujer, juventud y vejez, ricos y
pobres, guapos y feos. Hay otra no claramente evidente, la que está en el
origen de nuestras acciones, de nuestros deseos, de nuestra voluntad de hacer
mundo, la que separa a los hombres entre resentidos y vitalistas. El
resentimiento que nace del sentido de una injusticia jamás resarcida amarga al
hombre, lo angustia, socava los principios de una personalidad equilibrada. El
vitalista es el hombre que se adapta a la vida que le toca, que convierte los
obstáculos en puntos de apoyo para transformarse. En su punto más escorado el
resentido es un amargado, siempre disconforme que no se encuentra a gusto más
que en la infelicidad. El vitalista más adaptable llega a ser un conformista
que puede llegar a convivir con la podredumbre. Hay una ética del resentimiento
como la hay del conformismo, del mismo modo que hay políticos resentidos cuya
pulsión antes que la construcción es la destrucción, políticos cuyas palabras y
gestos, cuya expresión tiende hacia la ira, el odio y la amenaza, como hay
aquellos otros que en su rostro bonachón se trasparenta el mejor de los mundos o la
ilusión de nada mover para no empeorar.
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