Recuerdo vagamente la primera y única vez que fui a
los toros, la sensación de acontecimiento que transmitían mi padre y sus
hermanos. Yo era niño. Los trajes de color vivo tan ceñido de los toreros, la
lanza salvaje del picador y el terror de su caballo, el toro que salía de su
jaula embistiendo, al que se le iban mermando fuerzas chorreando sangre, los
aplausos, los gritos, la música, la representación. La mayor parte de las
imágenes que me vienen a la mente no son mías, por supuesto, es la suma de lo
que uno ha visto al respecto en tantos documentales, películas y pinturas.
No sé si Albert Serra, el director de esta película,
tiene alguna teoría sobre el toreo, si en su mente de cineasta pesa la
imaginación artística acumulada, de la que apenas ahora se habla, pues Goya,
Picasso y compañía remiten a un pasado remoto en lo que al toreo se refiere.
Los aficionados, su industria y diversión parecen congregados en una capilla
alejada de los afanes del día.
En Tardes de soledad lo que hay son
sensaciones, apenas planos generales, más bien planos primeros del torero y su
cuadrilla antes, después y durante la corrida, en el hotel, en la plaza, en la
furgo que los traslada; del toro llegando, recibiendo y embistiendo, casi
siempre con sangre en el lomo; primeros planos de la concentración del torero,
primeros planos del rostro del toro, con algunos pocos planos de la expectación
en la primera fila del tendido, tras los burladeros, sin ninguno del graderío,
ni de los músicos cuya música oímos muy al fondo y nada, o apenas, de la
liturgia de la corrida, sí del vestirse y desvestirse del torero, pero nada del
paseíllo, como si, en la mente del director, el único objetivo fuese mostrar en
vivo las sensaciones desritualizadas, una misa sin ceremonia, una sinfonía sin
música, un discurso sin retórica, desarticulado.
Sin una teoría del toreo, todas las interpretaciones
son posibles, aunque la más correcta sería la que no se formula para que solo
las emociones fluyan. En todo caso algo se podría decir del torero, casualmente
Roca Rey, y del toro, que tampoco es uno, uno con nombre y peso, sino muchos
indiferentes y sangrantes, sobre sus sentires. No por tanto una dirección que
el espectador deba seguir, ningún guion orientador salvo quizá el del montaje.
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