viernes, 20 de enero de 2023

De Ooty a Cochin 12



Se cuenta de un maharajá indio, de visita en Londres que, desechada la vestimenta propia de su dignidad y vestido a la inglesa, vio a través de un escaparate un Rolls-Royce. Quiso entrar en la tienda para inspeccionar el vehículo que había llamado su atención, pero no le dejaron entrar, ya fuese por el color de su piel o porque no daba la impresión de poder comprar aquel vehículo. Volvió al hotel, se vistió con sus mejores galas: ropajes de seda e hilo de oro, engarces de esmeraldas, rubíes, diamantes y perlas, collares, pulseras, tobilleras y turbante con alhajas, se hizo acompañar de su secretario y volvió al concesionario para comprar los cuatro vehículos que en aquel momento estaban disponibles. No solo eso sino que encargó una flota para que se la enviasen a la India. Una vez allí dedicó los vehículos a la recogida de basuras y limpieza de las calles, hecho que hizo divulgar mundialmente para desprestigiar a la compañía del Rolls Royce.




Esta historia tiene innúmeras versiones, entre ellas la del maharajá que compró el hotel al que nos dejaron entrar, al tomarlo por un pobretón oriental. La del Rolls-Royce ha tenido más éxito porque hubo realmente un Brijendra Singh, maharajá de Bharatpur, que disponía de una flota de Rolls Royce desde los que disparaba a los patos en sus cacerías. Se cuenta que en 1938, junto a un amigo inglés, llegaron a matar en un día 4.273 de estas aves. De otro se dice que llegó a matar a ochocientos tigres en sus dominios y de otro que llevó en varias urnas de plata agua del Ganges en su visita a Londres para su uso personal, al ser invitado al jubileo de la reina Victoria. Hay infinidad de anécdotas chistosas, otras menos, sobre la extravagancia de estos personajes, como las de las viudas que los cazadores ponían de cebo para atraer a los Tigres y a las que se salvaba en el último instante. Aunque también hubo maharajás que en plan paternalista modernizaron sus territorios, suprimiendo la esclavitud y el matrimonio infantil, permitiendo el acceso de las niñas a la enseñanza y poniendo fin a la horrible costumbre de inmolar a las viudas en las piras funerarias de sus maridos. Otros se dedicaron al cultivo y promoción de las arte.




Maharajá es el nombre con el que los británicos unificaron los distintos títulos de los gobernadores del antiguo imperio mogol en la India (sultanes rajás nababs y otros), cuando en 1857 el gobierno británico asumió directamente la administración del país, apartando a la Compañía de Indias Orientales. En ese momento había ni más ni menos que 565 Estados principescos. En España es conocida la historia de Anita Delgado que bailando flamenco en París enamoró perdidamente a Jagatjit Singh (1872-1949), maharajá de Kapurthala. Este le ofreció lo que quisiese a cambio de que accediera a su lecho, pero ella se negó a sus sucesivos requerimientos. Lo que sobrexcitó al maharajá. Tanto insistió que Anita, de la mano de varios escritores madrileños, entre ellos Valle-Inclán, redactó una carta con sus condiciones, la no menor que hubiese boda. Y la hubo, fastuosamente. Entre sus regalos estuvo la réplica de un Versalles en su territorio. El palacio diseñado por un arquitecto francés, incluía lujosos decorados, estatuas, estucos y techos pintados. Consumada la pasión, el maharajá no tardó en enfriarse y Anita volvió a París con la intención de hacer caja escribiendo sus memorias, y con los réditos comer perdices.




El viaje de la montañosa Ooty a Cochin, del Estado de Tamil Nadu al de Kerala se hace interminable. Cerca de ocho horas. Al principio el paisaje de los campos de té y las coloristas recolectoras entretiene, después el tráfico denso cansa. Además un virus gastrointestinal hace estragos.


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