martes, 2 de febrero de 2021

My Rembrandt

 



Apurando mi suscripción de Filmin, que no voy a renovar, veo unas cuantas películas pendientes. Pero no son las películas de Herzog y sobre Herzog las que más me han emocionado e informado sino otra cuyo autor modesto solo aparece en los títulos de crédito, Oeke Hoogendijk.


(Qué trampa vital/mortal, las plataformas de streaming, rehenes de la suscripción, poderosos afrodisíacos, llenamos las horas de vigilia sin dejar un rincón para lo propio. En ellas el silencio está comprometido. Es en el silencio dónde reside mi diferencia. Auténticos retablos de las maravillas, llenan el mundo de significados pero lo vacían de significado. Variantes de la pornografía, te ofrecen exquisiteces que desconoces, placeres solitarios que te convierten en juguete de la delicia. Y no solo hablo de las plataformas videográficas, también de las musicales. Qué cascadas de sonidos insospechados, desconocidos, que colonizan/esclavizan tu cuerpo agradecido. Mientras el mundo se va a pique, disfrutamos de evanescentes fragancias que adormecen nuestra conciencia hasta perder la identidad).


En el título de esta película holandesa están los dos asuntos de que trata. El prodigioso e inalcanzable arte de Rembrandt. La película comienza y termina con la cámara recreándose en el retrato de una vieja leyendo en los salones de un castillo escocés detenido en el tiempo. No tengo conciencia de que alguna otra vez haya visto cómo los personajes de los cuadros revivían ante mis ojos de ese modo. No es extraño que el duque dueño de esa señora manifieste que la siente como una presencia vital en su vida castellana. El otro asunto lo refleja el posesivo que antecede a la palabra 'Rembrandt'. Unos pocos aristócratas o riquísimos burgueses poseen cuadros del pintor holandés. El duque de Escocia, una familia de Amsterdam, otra de París; el duque de Buccleuch, la familia Six, los Rothschild. Contemplarlos en sus castillos o palacios es como ver a un gusano en su crisálida, nuestra atención se estremece entre la repugnancia y la curiosidad al poder contemplar una fase evolutiva de la humanidad conservada en ámbar. La cámara del director, al contrario que el invasivo Werner Herzog en la cueva de Chauvet, deja que los personajes a los que el pintor rescató del siglo XVII muestren su inagotable vida en contraste con los fósiles humanos de carne y hueso que creen poseerlos aunque la vitalidad esté invertida.


(No solo está el duque de Buccleuch atrapado en su frágil crisálida evolutiva. El arte nos eleva hasta el límite de nuestra posibilidad. Nuestra plenitud es momentánea, un instante en el despliegue evolutivo, un guiño electromagnético en el fluir del cosmos. La vieja lectora de Rembrandt solo será un poco más duradera que la mirada atónita que la contempla y lo es por la sucesión de miradas que una detrás de otra añaden perplejidad renovada. Todas ellas, como la tela y los trazos, el óleo y la madera que lo enmarca, el icono y su simbología, condenadas).


Extraordinaria película.



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