domingo, 28 de febrero de 2021

La chica del brazalete

 



Es verano y una familia pasa la tarde en una cala costera. La policía interrumpe el asueto. Pide a la chica adolescente que les acompañe. La chica no parece sorprendida. Así comienza esta peli francesa de trama judicial. Se le acusa de haber matado a una amiga. Instituto, amigos, fiestas, amores y celos cruzados, vídeos en la red y una noche fatídica con muchas puñaladas. Se pone en marcha la máquina social en que cada uno está trabado, cada uno con la dependencia propia de su rol, deberes, obligaciones, prejuicios, incluidos los de la edad: padre, madre e hija; jueces, fiscales, abogados de parte. El rol que cada uno asume o se le adjudica nos predispone o nos aboca en una dirección, enturbia nuestro modo de ver las cosas: los padres ante el mundo adolescente de la hija, el cruce entre el amor filial y la responsabilidad profesional, la dificultad de establecer prioridades, atender a los los hijos o al trabajo; la confusa expresión de sentimientos de un adolescente, rebeldía, identidad, secretismo; el pesado y hasta inhumano papel institucional de los representantes del Estado: obligados a sustentar la acusación más allá de lo razonable, la sospecha aunque sea infundada de que los padres son responsables después de todo, la necesidad de un culpable, la presentación de evidencias que no lo son tanto y la dificultad de entender para un adulto el confuso mundo de la adolescencia y, al revés, para un adolescente, el mundo de los adultos. Todo eso y mucho más está expresado en un hábil guion que nos conduce sin respiro desde la playa dónde un día de verano es detiene la chica hasta el momento en el que se ha de decidir si quitarle o no el brazalete policial del tobillo.


La vida social es un entramado de relaciones donde lo que parece definido está en continuo cambio, el fiscal se debe a su papel y el juez al suyo, pero cada fiscal y cada juez tiene un modo de actuar, un modo de entender su papel. Lo mismo sucede con los padres, los abogados, incluso los amigos. Cada cual queriendo ponerse a salvo, delegar responsabilidad, culpabilizar a alguien para preservar el sentido de justicia y nuestro intocado puesto en la trama. La justicia no tiene sentido fuera de su aplicación, la paternidad no existe separada de las emociones que genera, nuestra percepción no es estable, varía con la edad y con el lugar desde el que percibimos y se modifica cuando nos sentimos observados. Somos trama, somos proceso en continuo cambio. Haría falta un dios comprensivo para tener en cuenta todo el entramado. De todas las instituciones la peor parada es la moral, la más inestable, la más necesaria, esa alcahueta que nos dirige hacia la absolución o hacia la condena, lo más pronto posible, para poder volver cada cual, el juez y la fiscal, el padre y la madre, los miembros del jurado, a sus asuntos.

El mundo no se detiene, hay que poner fin a lo comenzado e iniciar otra partida. En el estrés de la vida unos salen momentáneamente beneficiados y otros muy perjudicados, la mayor parte sigue adelante con sus rutinas. Al final, todos perdedores. En cines.



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