Distinguía
Hannah Arendt entre Hommes
de Lettres
e intelectuales. Los primeros herederos del espíritu aristocrático
anterior a la Revolución Francesa se dedicaban al arte, al pensar y
a departir por puro gusto, ajenos a la obligación de laborar
por
las
necesidades
que su posición social les aseguraba.
Los intelectuales, por contra, estaban al servicio de un patrón o un mecenas por
lo que no podían exponer sus pensamientos o
su arte
con total
libertad. Arendt ponía como ejemplo del
primer grupo,
en
la Alemania anterior al nazismo,
a Walter
Benjamin
que peleado con su padre no hizo nada por asegurarse un puesto
académico, lo que le llevó a vivir a salto de mata y a la miseria en la última década de su
vida antes de suicidarse en una habitación de Portbou. Benjamin
no estaba dotado para lo básico, necesitaba ayuda hasta para
prepararse una taza de té. Se
han escrito libros sobre si lo que ocurrió en Portbou fue un
suicidio o un asesinato a cuenta de los esbirros de Stalin. Esto
último, mera especulación. Benjamin tenía los papeles para
atravesar España, embarcar en Lisboa y asilarse en EE UU, que es lo
que hicieron los que le acompañaban en la huida. Benjamin acabó destrozado, tras atravesar los Pirineos, por el delicado estado de su corazón . La
España franquista cerró la frontera. Al
enterarse, un Benjamin desquiciado emocionalmente se atiborró de
morfina y murió 12 horas antes de que la frontera fuese reabierta,
el 26 de septiembre de 1940. Moría el pensador más original de la
Alemania del siglo XX y se perdía la maleta que contenía un
manuscrito original que valía “más que mi
propia vida”.
Hoy
es inviable un Homme
de Lettres,
pues no se sabe de un hijo rico que sea una luminaria. Pero si que
cabe una distinción entre intelectual orgánico (Gramci)
y el que vive del oficio de escribir vendiendo su trabajo a quien lo
compre. La mayor parte de los
que hoy consideramos intelectuales viven de las ubres del Estado o de
instituciones o fundaciones asociadas a partidos. Su
trabajo es parecido a esos postes de madera o metálicos que afianzan
una pared en ruina. Apenas gana uno algo leyéndolos a no ser que lo
que esperamos sea
mantener en firme el corroído edificio mental con el que
descomprendemos el mundo. De los realmente libres hay pocos pero
iluminan e
irritan por igual.
Son
odiados sin tregua, pero es un
odio, que
a sus lectores, nos libera e ilumina.
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