"El niño ahí encerrado, solo con su cabeza que no le responde de acuerdo con los tiempos establecidos, deseoso de un abrazo, asustado y desconcertado, y por eso violento y apartado, aislado y proscrito, grita en la celda acolchada, y sus gritos, llantos y palabras inconexas son succionados por las paredes del vasto y resistente tejido tras el que se intuye una espuma sintética, ya aplastada. Paredes empapadas de desconsuelo, de todo aquello que no puede salir de la celda. Ahí vive y habla un niño solo".
Encuentra
el autor de este libro la metáfora, el signo, la señal, no del
mundo que no describe ni analiza sino que poetiza, en un niño
imaginario, abandonado, recluido en las paredes acolchadas, para que
no se puedan oír sus gritos de protesta y terror, en un reformatorio
juvenil de una ciudad del sur de Italia. En ese niño desobediente e
incorregible, encerrado entre mórbidas paredes que se tragan los
aullidos, entre escombros y basuras, alumbrado con la linterna del
móvil, cifra el autor el reformatorio social, la cárcel en la que
vivimos. Pero si él lo ve así, también de su percepción de la
realidad podría deducirse que vivimos en un mundo de
irresponsabilidad, infantil, ajeno a las determinaciones de la
naturaleza humana, donde la queja y el pataleo deben ser atendidos,
pues la queja en cuanto queja adquiere una resonancia de verdad que
la valida como discurso de transformación política.
Qué
premia el jurado del Anagrama de ensayo cuando decide dar el premio a
este libro, ¿una reflexión filosófica para ver la luz o un empeño,
un empujón poético filosófico para que prospere un proyecto
político, una forma de legitimar la construcción de una realidad
alternativa? Yecto/proyecto, Heidegger. Como de lo que se trata es de
deconstruir, en el idioma posmoderno que utiliza el libro, para
construir y refundar, la reflexión no se organiza ni se ordena sino
que se dispersa en capítulos que aparentemente no siguen un hilo
lógico, sino que se presenta como variaciones sobre asuntos y temas
en los que se juega la guerra de las hegemonías. Pero bajo la
aparente informalidad pronto se advierte una férrea disciplina
mediante la cual la filosofía vuelve a la antigua escolástica,
philosophia ancilla theologiae, se pone al servicio de una teología
política con una misión, construir una nueva hegemonía. Así,
justifica la violencia simbólica o de baja intensidad que concurre
legítimamente en el ágora: el ímpetu juvenil contra los
reaccionarios o la ultraderecha, contra lo caduco que debe
desaparecer, la violentación del lenguaje para hacer visible y
normal lo que no lo es. Pero si la violencia, aunque sea simbólica
en las universidades no solo debe ser permitida sino deseable
entonces por qué no la de signo opuesto, la de lo que llama y
condena como ultraderecha.
Se
requiere para ese proyecto un lenguaje nuevo, pero cuáles son esas
'mejores palabras' a las que el autor se refiere, no todas las
posibles, no todas las expresables, sino aquellas que sean buenas,
las que vayan en la dirección correcta, no las del poder, no las que
defienden el orden, digamos, constitucional, sino las que lo cambien
y propicien lo que “el propio sistema legal incluye [como] la
posibilidad de su propia demolición controlada”. En cambio quienes
defienden el sistema constitucional, los que llama realistas, “no
ceden ante las mejores palabras, pues solo creen en el silencio de la
espada”. No hay que engañarse al respecto, sostiene, su discurso
es obediente y único, y quienes lo defienden, intelectuales orgánicos
que hacen pasar su discurso como emblema de libertad. Pero si ve
correctamente la defensa de la disidencia por parte de John Rawls en
el contexto de la guerra de Vietnam, está lejos de ver en su propia
determinación la disidencia hacia el soberanismo catalán. Ignorando
que la mayoría o la hegemonía no está donde él supone sino en
algo tan poderoso o más, la hegemonía social. Pero, qué pasa si
suprimimos o debilitamos el marco donde la libertad prospera, si las
'mejores palabras' se pierden en el batiburrillo o en la coerción
que impone el desorden. La defensa radical de la subversión como
free spech lleva a la imposibilidad de ejercer la libertad. DG
defiende una libertad de expresión a la contra, que moleste, la
única que puede defenderse como tal, pero en el contexto en el que
el habla sucede lo contrario, lo subversivo es defender el marco que
hace posible la expresión libre. Para eso, DG está ciego.
Pero
así como a John Rawls el contexto en el que vivía, las protestas
contra la guerra de Vietnam, le movieron a pugnar por ampliar el free
spech, a DG el contexto en el que desarrolla su poética filosófica,
el procès catalán a lo que le mueve es a señalar de dónde
provienen las malas palabras, de los que él llama realistas y de la ultraderecha, y en
consecuencia a propugnar la restricción de la libertad de expresión
para esa gente que solo ansía la espada. Así se pone, insuficiente
filósofo, al servicio de los enemigos de la libertad haciendo pasar
su colaboración por lucha por la libertad de expresión. La libertad
de expresión que defiende está llena de restricciones. Hasta en la
risa pone restricciones: "Me preguntó si solo son buenas las
palabras de las que todos se puedan potencialmente reír". No
distingue entre la risa hiriente contra las personas y la burla de
las abstracciones, entre Sancho apaleado y las caricaturas de Mahoma.
Entre
tanta variación es lógico que dé con cuestiones importantes, que
plantee los problemas, para eso está la filosofía, pero responde
mal, inconsciente de sus prejuicios, sin asumir sus contradicciones.
Ve, por ejemplo, la hipocresía de Benjamin Franklin defendiendo una
moral como salvaguarda de sus éxitos económicos, pero no hace lo
mismo con Vázquez Montalbán al que menciona para desacreditar el
equilibrio y concesiones de la transición española. En fin.
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