jueves, 16 de enero de 2020

Las mejores palabras


"El niño ahí encerrado, solo con su cabeza que no le responde de acuerdo con los tiempos establecidos, deseoso de un abrazo, asustado y desconcertado, y por eso violento y apartado, aislado y proscrito, grita en la celda acolchada, y sus gritos, llantos y palabras inconexas son succionados por las paredes del vasto y resistente tejido tras el que se intuye una espuma sintética, ya aplastada. Paredes empapadas de desconsuelo, de todo aquello que no puede salir de la celda. Ahí vive y habla un niño solo".

Encuentra el autor de este libro la metáfora, el signo, la señal, no del mundo que no describe ni analiza sino que poetiza, en un niño imaginario, abandonado, recluido en las paredes acolchadas, para que no se puedan oír sus gritos de protesta y terror, en un reformatorio juvenil de una ciudad del sur de Italia. En ese niño desobediente e incorregible, encerrado entre mórbidas paredes que se tragan los aullidos, entre escombros y basuras, alumbrado con la linterna del móvil, cifra el autor el reformatorio social, la cárcel en la que vivimos. Pero si él lo ve así, también de su percepción de la realidad podría deducirse que vivimos en un mundo de irresponsabilidad, infantil, ajeno a las determinaciones de la naturaleza humana, donde la queja y el pataleo deben ser atendidos, pues la queja en cuanto queja adquiere una resonancia de verdad que la valida como discurso de transformación política.

Qué premia el jurado del Anagrama de ensayo cuando decide dar el premio a este libro, ¿una reflexión filosófica para ver la luz o un empeño, un empujón poético filosófico para que prospere un proyecto político, una forma de legitimar la construcción de una realidad alternativa? Yecto/proyecto, Heidegger. Como de lo que se trata es de deconstruir, en el idioma posmoderno que utiliza el libro, para construir y refundar, la reflexión no se organiza ni se ordena sino que se dispersa en capítulos que aparentemente no siguen un hilo lógico, sino que se presenta como variaciones sobre asuntos y temas en los que se juega la guerra de las hegemonías. Pero bajo la aparente informalidad pronto se advierte una férrea disciplina mediante la cual la filosofía vuelve a la antigua escolástica, philosophia ancilla theologiae, se pone al servicio de una teología política con una misión, construir una nueva hegemonía. Así, justifica la violencia simbólica o de baja intensidad que concurre legítimamente en el ágora: el ímpetu juvenil contra los reaccionarios o la ultraderecha, contra lo caduco que debe desaparecer, la violentación del lenguaje para hacer visible y normal lo que no lo es. Pero si la violencia, aunque sea simbólica en las universidades no solo debe ser permitida sino deseable entonces por qué no la de signo opuesto, la de lo que llama y condena como ultraderecha.

Se requiere para ese proyecto un lenguaje nuevo, pero cuáles son esas 'mejores palabras' a las que el autor se refiere, no todas las posibles, no todas las expresables, sino aquellas que sean buenas, las que vayan en la dirección correcta, no las del poder, no las que defienden el orden, digamos, constitucional, sino las que lo cambien y propicien lo que “el propio sistema legal incluye [como] la posibilidad de su propia demolición controlada”. En cambio quienes defienden el sistema constitucional, los que llama realistas, “no ceden ante las mejores palabras, pues solo creen en el silencio de la espada”. No hay que engañarse al respecto, sostiene, su discurso es obediente y único, y quienes lo defienden, intelectuales orgánicos que hacen pasar su discurso como emblema de libertad. Pero si ve correctamente la defensa de la disidencia por parte de John Rawls en el contexto de la guerra de Vietnam, está lejos de ver en su propia determinación la disidencia hacia el soberanismo catalán. Ignorando que la mayoría o la hegemonía no está donde él supone sino en algo tan poderoso o más, la hegemonía social. Pero, qué pasa si suprimimos o debilitamos el marco donde la libertad prospera, si las 'mejores palabras' se pierden en el batiburrillo o en la coerción que impone el desorden. La defensa radical de la subversión como free spech lleva a la imposibilidad de ejercer la libertad. DG defiende una libertad de expresión a la contra, que moleste, la única que puede defenderse como tal, pero en el contexto en el que el habla sucede lo contrario, lo subversivo es defender el marco que hace posible la expresión libre. Para eso, DG está ciego.

Pero así como a John Rawls el contexto en el que vivía, las protestas contra la guerra de Vietnam, le movieron a pugnar por ampliar el free spech, a DG el contexto en el que desarrolla su poética filosófica, el procès catalán a lo que le mueve es a señalar de dónde provienen las malas palabras, de los que él llama realistas y de la ultraderecha, y en consecuencia a propugnar la restricción de la libertad de expresión para esa gente que solo ansía la espada. Así se pone, insuficiente filósofo, al servicio de los enemigos de la libertad haciendo pasar su colaboración por lucha por la libertad de expresión. La libertad de expresión que defiende está llena de restricciones. Hasta en la risa pone restricciones: "Me preguntó si solo son buenas las palabras de las que todos se puedan potencialmente reír". No distingue entre la risa hiriente contra las personas y la burla de las abstracciones, entre Sancho apaleado y las caricaturas de Mahoma.

Entre tanta variación es lógico que dé con cuestiones importantes, que plantee los problemas, para eso está la filosofía, pero responde mal, inconsciente de sus prejuicios, sin asumir sus contradicciones. Ve, por ejemplo, la hipocresía de Benjamin Franklin defendiendo una moral como salvaguarda de sus éxitos económicos, pero no hace lo mismo con Vázquez Montalbán al que menciona para desacreditar el equilibrio y concesiones de la transición española. En fin.


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