miércoles, 25 de septiembre de 2019

Yagnobis en Saratog



Esta región fue rica y la historia la hizo palpitar durante milenios, el agua corría por sus venas, en la orilla de sus ríos la gente se afanaba y tomaba el sol, en las partes altas pastaban sus rebaños, en las bajas se resguardaban del invierno. En las riveras norte y sur llegaban mercancía de oriente hacia occidente. Sogdiana era su nombre, Transoxiana para los griegos. Jiva, Bujara, Samarcanda eran las ciudades que crecieron con ese movimiento y el sogdiano la lengua en que todos se entendían. Hasta hace no mucho todavía se hablaba en estos valles. Ahora, dicen que unas quince mil personas pueden hablarlo, con otro nombre, el yagnubi. En Panjakent, otra ciudad dormida, no muy lejos de aquí, a la espera del trabajo de los arqueólogos, los soviéticos descubrieron un arsenal de documentos en ese idioma que ahora se guardan en el Ermitage. Estamos en un pequeño valle. Desde el cerro al este, al que hemos llegado viniendo desde el Iskanderkul, veo el río que viene serpenteando desde un cañón al oeste y lo cruza, el Yagnob, las casas apiñadas al otro lado, entre árboles y una estrecha pradera, bajo la gran mole de la montaña que parece protegerlas. Se ven talleres, una escuela, quizá hoteles, una pequeña columna de humo que se deshace pronto en la limpia mañana, el comienzo de una industria turística que irá a más. Las casas parecen modernas, con techos estables, de hojalata o de materiales en todo caso consistentes. Pero no es eso lo que llama mi atención, a este lado, pegadas al cerro desde donde miro y fotografío, veo casas viejas, de adobe, con tejados de paja. Bajo corriendo, llenándome de un polvo pegajoso, hasta ese barrio abandonado. De cerca, no todas son de adobe, ni le techumbre de paja y barro, algunas combinan el adobe y la piedra, hay techos de uralita y otros de chapa. Y no todas están abandonadas, muchas tienen puertas de madera, algunas trancadas.


Había leído sobre este valle, sobre los yagnobis, de cómo los soviéticos en los setenta los hicieron bajar a las tierras bajas, a cultivar los nuevos campos de algodón regados por el agua del Amu Daria. Bajaban en helicóptero a familias enteras y las depositaban en los alrededores de Dushanbé, en Osh, en Jalalabad, en el valle de Ferganá. Algunos terminaban adaptándose: el clima, la electricidad, los productos básicos al alcance de la mano, pero otros volvían al valle donde el invierno había destruido la frágil techumbre de barro y paja de sus casas y tenían que volver a reconstruirla. Su lengua era el sogdiano y aunque la religión milenaria de esta región había sido el zoroastrismo, sustituida luego por el islam, todavía se conservaban alguna de sus costumbres. Muchos habían venido por aquí queriendo buscar esas huellas o al menos algún preciado fósil que las recordara.


Paseando entre las casas, orientadas al sur, construidas sobre el declive de la ladera polvorienta, pronto los animales que iba viendo, perros, vacas, indicaban que allí había vida. Efectivamente, una mujer salía de una casa con una jarra de metal en la mano y tras ella dos más. Vestían túnicas con estampados geométricos de variados colores hasta los pies, con calcetines gruesos y zapatillas deportivas, la cabeza cubierta con un pañuelo fino y otro más grueso. La jarra que la mujer llevaba en la mano era una tetera, quería invitarnos. Querían hablar con nosotros. Nos enseñaron su casa, todavía había dentro una mujer dormilona, nos permitían que hiciésemos fotos, el horno de barro que calentaba un puchero, la mesa cubierta con un hule de plástico con frutas estampadas, el ajuar doméstico, las alfombras, las cortinas que separaban las alcobas. Charlaban. Comenzó una conversación en dos lenguas lejanas. Quise creer que lo que oía era el yagnobi, pero el guía me desengañó, era tayico. De algún modo nos entendíamos. Supimos que allí vivían las cuatro mujeres seis meses, durante los meses cálidos, cuidando de los animales, mientras los maridos trabajaban en la ciudad, y que cuando llegaba el frío se trasladaban a un pueblo más protegido, río abajo. Sonreían, nosotros también, Nos hicimos fotos juntos, el calor fluía entre nosotros.


3 comentarios:

Izabella Nowotka dijo...

Dobrze piszesz

Begoña, una entre cuatro dijo...

Este viajero ha escrito un texto bien hermoso. Gracias Toni

Begoña, una entre cuatro dijo...

Este viajero ha escrito un texto bien hermoso. Gracias Toni