lunes, 15 de julio de 2019

Dolor y gloria, de Almodóvar



Almodóvar ha concebido su profesión como una carrera de gestión de sí mismo. Las dos palancas de una campaña de autopromoción, hoy, son la publicidad y presentarse como víctima: Almodóvar, héroe de la modernidad (el único director español que se conoce en el mundo, se dice en la película) y cuya condición sexual, salida de las entrañas del franquismo, ha sido perseguida. Los medios, nacionales e internacionales (entrevistas, reportajes, ruedas de presa convocadas por él mismo, pasarelas, premios; pronto habrá una serie que lo tenga por protagonista) le han hecho una campaña continuada y gratuita. Lo han convertido en icono. 

Él ha sabido manejarse muy bien. De sus películas podría decirse que son grandes publirreportajes, no hay un relato propiamente sino escenas bien planificadas y cuando le ha faltado imaginación planos a secas, una sucesión de planos bien cuidados. De su última película se dice que es confesional, se podría decir de cualquiera de las suyas, pero me temo que la confesión no va más allá de lo que sucede en el plano, en la frase que oímos, en el gesto que vemos, sin que remita a algo anterior, a una historia cuya hondura es imposible intuir

Lo más cercano a una confesión es la secuencia final de la madre con el hijo famoso, pero aparte de la queja hacia el hijo de Julieta Serrano, bien expuesta, no se ve de qué modo afecta a la personalidad del hijo, cómo la trajina. Depresión, caballo, tristeza, estancamiento creativo son palabras isla o imágenes expuestas, bien pulidas, sin un gramo de suciedad. El cine de Almodóvar tiene la hondura bidimensional de lo que aparece en el rectángulo de la pantalla, no hay fuera de campo, por así decir. Por eso, la sucesión de planos o escenas nos satura. Su estética kitsch deslumbró al mundo en sus primeras películas, también la frescura, quizá ingenuidad, de sus primeros rodajes, pero a medida que se sucedieron las películas, a medida que se hizo redundante y previsible apareció el bostezo.

 Siempre habrá algo que nos llame la atención en este hombre dotado para el marketing, como las imágenes generadas maquinalmente en los títulos iniciales de Dolor y gloria, como la exquisita planificación de toda la película, pero cuando vemos que la espera no es recompensada, que no aparece historia alguna, que las emociones de los actores son gestuales, planificadas al igual que las escenas, deviene el aburrimiento. Almodóvar tiene imagen de marca, es una marca, pero qué hay del contenido.

Dolor y gloria (ahora en Netflix) es bonita, quizá más que ninguna otra de las suyas, relamida podría decirse. Hay mucho oficio detrás del producto. Hay un gusto exquisito detrás de cada escenografía, avaro del detalle hasta la extenuación: cada prenda de los actores, cada mechón de su cabello, cada objeto ya sea en exteriores (si los hubiere) o en el interior de una sala de estar (quién podría vivir más de dos horas en el decorado del salón del protagonista), las paredes, las sillas, el suelo, las palabras pronunciadas, los gestos, el cambio en la mirada, todo es milimétrico, sometido a la planimetría, expulsada de ese paraíso decorativo cualquier irregularidad. Es imposible por más que uno se empeñe durante los 108 minutos del metraje capturar un descuido, un desajuste provocado por la espontaneidad. Y como digo no hay historia, solo exposición de sí mismo, de su valía, de su singularidad en un país huérfano de talentos creativos. Ejemplo del alto valor que el protagonista tiene de sí mismo, este diálogo:
- Desde el Guggenheim me piden dos Pérez Villalta. Van a hacer una antológica.
- Diles que no, Mercedes, esos cuadros son mi única compañía.

Cine decorativo. 


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