“Quienes cierran los ojos ante la realidad sencillamente están alentando su propia destrucción, y cualquiera que insista en conservar su inocencia mucho después de haberla perdido se convierte en un monstruo”. (James Baldwin).
Sucedió
en el penúltimo capítulo de Traitors (Traidores),
una serie británica de espías donde se aborda el nacimiento de las
agencias de espionaje en la posguerra. Es entretenida e inteligente
en los cuatro primeros capítulos, en los dos últimos arrastrada por
una precipitación que no se entiende, quizá por la necesidad de
acabarla es seis y no ir más allá, se abandona a una trama
sentimental poco elaborada. La bondad de la serie radica en la
juventud, belleza e inocencia de la protagonista, interpretada por
Emma Appleton. Su luz ilumina la serie frente al retorcido
antagonista, Michael Stuhlbarg. Incomprensiblemente, en el quinto
episodio los guionistas acaban con la vida de este, con lo que merman
considerablemente las posibilidades de prolongarla más allá de esta
primera temporada. Lo que sucedió fue que la protagonista, en ese
quinto episodio, en un impulso no reprimido conduce su coche con
violencia contra su supervisor, en presencia de su chófer negro. La
escena está muy cuidada: de noche, en un puente sobre el Támesis,
en un blanco y negro que rememora el cine clásico de aquellos años,
ella al volante con los dedos crispados, el chófer de pie, atónito,
el supervisor incrédulo ante su inesperada muerte. Entonces, entre
los dos, chófer negro e inocente blanca, se teje una intimidad
nacida de la complicidad. Para esconderse aquella noche la
protagonista se va al apartamento del chófer negro y se acuestan en
la misma cama. Mientras sucedía me sorprendí a mí mismo deseando
que no se desnudasen y follaran. No había habido un desarrollo
anterior que lo justificase, pero la trama se había precipitado de
tal modo que todo era posible. Pero no sucedió, estaban juntos en el
catre pero sin desvestirse ni follar, incluso él le daba la espalda.
Lo
que había sucedido en mi mente, había sido la inevitable atracción
por la juventud, la belleza y la inocencia, una atracción biológica,
química, que le sucede inevitablemente a cualquier hombre cuando ve
a una chica joven y guapa. Veía al negro como un rival y deseaba que
no la tocase. Las cosas hubiesen sido diferentes si hubiese sido
blando, entonces me hubiese identificado con él, como pasa en
cualquier película. Es natural que eso suceda, estamos programados
para ello, hay un racismo latente del que no nos podemos sentir
culpables, pero que podemos combatir y de hecho racionalmente lo
hacemos. Al impulso biológico se enfrenta el pensamiento racional y
las convenciones morales que hemos ido aceptando. Buena parte de
nuestros principios morales se asientan en elaboraciones racionales.
Eso es la civilización. No se trata por tanto de negar nuestros
impulsos (sexuales, raciales, de superioridad) como de conocerlos,
controlarlos y combatirlos. Dentro de nosotros habita un demonio,
pero también un ángel.
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