sábado, 18 de agosto de 2018

El mundo es feo



          A la vuelta de un viaje en que uno se ha empapado de naturaleza, la vuelta no puede ser más deprimente. El hombre en el interior de un vehículo con el que te cruzas que se hurga en la nariz, los cuerpos devastados, vestidos de cualquier manera, que suben por la escalera mecánica, los cupones descuento que en ristra salen de la caja del Carrefour, las patatas fritas y las cervezas delante de la gran pantalla en las terrazas de bar para ver de nuevo fútbol, los políticos guapos y los feos -fuera y dentro del país, no hace falta nombrarlos- que aparecen y declaman, banderas, pancartas y paz en Barcelona en la conmemoración de los atentados de hace un año. Hasta los periódicos serios se prestan. Las opiniones hace tiempo que sustituyeron a los hechos como fundamento de las conversaciones, ahora la declamación está en primer plano. Hemos construido un mundo feo, la vulgaridad es tal que dan ganas de suicidarse porque nada parece que lo pueda remediar. El mal gusto del interior de las casas de los capos napolitanos en la serie Gomorra nos retrae, pero no es diferente del mal gusto relamido que se encuentra por doquier. Vulgaridad y tecnología, el mundo que apesta.

“El tiempo pasado en el exterior es precioso y en cierta medida instructivo; sin embargo, parece estar arrancado de nuestra existencia sustancial y real y nunca se suma fácilmente a ella. No somos los mismos, sino otros, y quizá más envidiables individuos, cuando nos encontramos fuera de nuestro país. Estamos perdidos para nosotros mismos, así como para nuestros amigos. Por eso el poeta, con cierto halo de misterio, canta: De mi patria y de mi mismo marcho”. (William Hazlitt, De las excursiones a pie”)

         Como Hazlitt, también yo, cuando estoy en el campo, deseo vegetar como las plantas, con el fin de escapar de la mayor de las vulgaridades, la que anida en mí mismo.

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