martes, 26 de septiembre de 2017

La mente naufragada, de Mark Lilla


          ¿Quién puede decir que vive sin prejuicios? Todos albergamos imágenes que prefiguran nuestra percepción de la realidad. Los prejuicios se organizan en relatos míticos que procuran dar sentido al cosmos, relatos que nos permiten encarar los grandes asuntos, la moralidad y la mortalidad. Los mayores creadores de mitos han sido las religiones reveladas pero después de la Ilustración han perdido credibilidad y han sido sustituidas por otros relatos que confían más en la razón que en la divinidad para entender al mundo. Que sean construcciones racionales no necesariamente les hace más veraces pero sí más creíbles. La promesa de una vida eterna fue sustituida por la esperanza en un mundo mejor donde el hombre sería el constructor del nuevo mundo, arramblado en el desván de la conciencia el Dios que había poblado hasta entonces la imaginación del hombre. Las revoluciones agitaron la nueva promesa y llenaron a generaciones de esperanza: 1789, 1917 y otras de alcance menor pero igualmente agitadoras de la conciencia durante los siglos XIX y XX. Sin embargo, cada revolución ha tenido una réplica que ponía el índice en lo que se perdía, el nacimiento o la promesa de un nuevo mundo dejaba atrás formas de vida y de pensamiento que habían sido útiles y que habían arraigado el torpe caminar del hombre sobre la tierra, la nostalgia de un mundo perdido. Ha habido periodos históricos en que la nostalgia de una edad dorada en el pasado perdido ha sido más poderosa que la esperanza de los movimientos revolucionarios. Quizá ahora estemos en una de esas épocas, por la ley del péndulo que hace bascular a los hombres entre la promesa de un paraíso que se ha de construir y la nostalgia de una edad de oro que perdimos. Los movimientos fundamentalistas cristianos o islámicos, los populistas de derechas o de izquierdas, los nacionalismos se inscriben en esa nostalgia de un mundo mítico que nunca existió: la vida cristiana organizada y poderosa que gobernaba la vida de las familias y los estados, el imperio que se extendía desde Al-Andalus hasta el Himalaya, el Estado hegeliano de sólidas bases que se desmoronó en los años 60, la patria comunista que cayó en 1989.

         Cada uno de los pensadores nostálgicos tiene su momento para señalar cuándo se jodió todo, cuándo se tomó el camino equivocado. En la nostalgia de los cristianos católicos hay tres acontecimientos que han transformado la Iglesia, el golpe tremendo del saqueo de Roma por los bárbaros en el 410, no mucho después de que la Iglesia proclamase su triunfo tras el edicto de Constantino, pero aprendieron a separar, gracias a Agustín, la Ciudad de Dios de la Ciudad del Hombre. El saqueo por las tropas de un emperador cristiano, en 1527, Carlos V, y la consecuente pérdida de autoridad de la Ciudad Eterna que propició la llegada de la Reforma luterana. El mundo científico y tecnológico, hijo de la Ilustración, que ha secularizado el mundo al desechar la naturaleza como fuente de la moral y de la ley, alumbrando el mundo relativista y nihilista en que vivimos. Los filósofos han buscado el momento en que la humanidad se desvió y tomó el camino equivocado. Rousseau hablaba de la pérdida de la inocencia original. Heidegger culpaba a Sócrates por haber desechado lo importante, el “Ser”, en el esfuerzo por ofrecer un relato racional de lo que es. Leo Strauss a Maquivelo por abandonar la justicia natural como criterio para juzgar la política.


         De esta nostalgia de un pasado idealizado habla Mark Lilla en su breve ensayo La mente naufragada. Franz Rosenweig, Eric Voegelin, Leo Strauss, Lutero y San Pablo, las reseñas de dos libros de autores franceses que escriben en el tiempo de los asesinatos islamistas: Éric Zemmour y Michel Houellebecq. Una nostalgia que en estos días se convierte en una fuerza radical y revolucionaria.

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