lunes, 21 de agosto de 2017

Fraternidad


              Voy a menudo a un pueblo castellano. A su entrada un gran edificio se impone, no muy alto sino grande, ocupando un gran espacio, el cabecero orientado al este es lo que primero veo. El pueblo con sus casas de piedra echa raíces a su alrededor. La iglesia les da unidad, sentido. Qué sería de todos esos pueblos sin la iglesia. La mayoría ya estarían abandonados, sus techumbres caídas, las malas yerbas levantando el asfalto. La iglesia y el bar, subsidiariamente, son un lugar de cita necesario, lo que hace que la gente se mantenga o vuelva o propicie el reencuentro, que la muerte no adelante su cita. El peso simbólico de la iglesia ha cedido, apenas se mantiene en momentos señalados, bodas, bautizos, entierros. La vida urbana, laica, despersonalizada, desprovista de misterio lo va invadiendo todo y el hombre de pueblo, cada hombre, siente que viaja en el aire, sin peso. Es fácil decir que cada cual debe encontrar su camino, apañárselas, pero necesitamos elementos de apoyo, sentirnos parte del colectivo. Existen referentes simbólicos, la propia ciudad, el equipo de fútbol. Algunos, muy pocos, conservan o vuelven a los antiguos, la religión, una opción política, la familia. Unos cuantos se fanatizan y afirman brutalmente una única identidad. Incluso hay políticos que calientan esa cantera. Pero la mayor parte de la población se siente desasida sin un lugar de encuentro con sus vecinos que les haga apegarse al suelo.

            Jo tampoc tinc por, no del terrorismo islámico, la posibilidad de que me golpee es estadísticamente insignificante, pero sí del fanatismo que recorre las redes. Estos días se cliquean y reenvían mensajes atroces, vídeos, audios, frases simples llenas de veneno. Gestos de rabiosa simplicidad que van alimentando un odio irracional del que tarde o temprano algún grupo ávido de poder se aprovechará. Ya hay en nuestro país políticos que fundan su poder, incluso su gobierno, en proclamas de superioridad étnica, pero hasta ahora nadie ha convertido en instrumento político la islamofobia o el antisemitismo, aunque no parece que vaya a tardar.

             Es lamentable el sentimentalismo de estos días, la simplicidad con la que analistas y políticos abordan el fenómeno del terrorismo, la facilidad con la que las cámaras se acercan a los rostros sinceramente dolientes o a quienes lo simulan buscando las lágrimas de las almas desvalidas que pueblan la ciudad, como si estos actos periódicos de condolencia colectiva ocupasen el lugar del antiguo encuentro en el atrio de la iglesia. Probablemente se equivocan de expertos en la consulta de las causas de lo que sucede. En primer lugar necesitamos escuchar a los neurólogos, a los psiquiatras y alos psicólogos evolutivos. También a sociólogos que buceasen en el big data para entender los velocísimos cambios que se están produciendo, quizá también a los historiadores que han estudiado lo que sucedió en otras épocas de transición. Decepcionan, sin embargo, continuamente, las palabras manidas de los políticos y de los líderes de opinión, sus apelaciones sentimentales, su soterrado intento de obtener ganancias.


              Sí que hay algo que se puede hacer, creo, volver al tercero de los lemas de la Revolución Francesa, el menos publicitado, el que proporciona menos réditos electorales, al alcance de todo el mundo y del que todos estamos necesitados. La fraternidad. Ya no se trata de tolerancia o intolerancia, de integración o rechazo, de solidaridad o egoísmo sino de amistad y empatía, de sentir a todos los habitantes de la ciudad como hermanos, independientemente de la fe que profesen o de sus ideas o costumbres, la de agruparse en torno a una idea de ciudad, la de crear un espacio común de convivencia, la de hacer sentir a los que ya viven, a los que van llegando, que la ciudad es tan suya como nuestra, que no son huéspedes sino ciudadanos a tiempo completo. Ese papel lo ocupó la iglesia antiguamente, ahora necesitamos con urgencia que la ciudad cree espacios de convivencia y fraternidad. Hemos de dar la mano o abrazar a cada uno de nuestros vecinos y pedir su abrazo. Fácil de decir, difícil de poner en práctica. Ello nos exige despojarnos del sentido de propiedad y pertenencia, romper con las cadenas del nosotros/ellos, aquí/allí, nacionales/extranjeros. La ciudad no pertenece a nadie, no es de los de aquí, no es de los de arriba, no es de los viejos del lugar, tampoco un lugar que alguien pueda conquistar, sino un lugar de encuentro.

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