miércoles, 15 de marzo de 2017

No todo lo podemos explicar


             Sin caer en la parálisis de la admiración, de la que hablaba Leautaud en sus diarios, uno no puede menos que agradecer ser invitado al despliegue de erudición e inteligencia de un hombre cercano a los 90 años, aunque, como él dice, con los músculos de la memoria mermados por la edad. Deslumbran sus pensamientos, sus asociaciones, las conexiones que establece en el vasto océano de la cultura. Sorprenden sus confesiones sobre sus prácticas sexuales, veladas, quizá, al ser entrevistado por una mujer. Pero como ocurre con los eruditos, aunque sean mayúsculos, termina por descubrirse sus discontinuidades, junto a un hallazgo deslumbrante, una falla que nos desconcierta. Así el torpedo contra la integridad moral de Hanna Arendt que habría escrito Los orígenes del totalitarismo sin mencionar a Stalin porque, según Steiner, su marido era un comunista estalinista, cuando no es cierto lo primero ni lo segundo o su mitificación del libro de papel, un artefacto claramente de otra época, o su incomprensión hacia la digitalización del saber.

            Pero no son los tópicos y los lugares ya recorridos los que despiertan mi admiración sino que me diga cosas para las que no estaba preparado o que estaban abandonadas en algún pliegue de mis lóbulos cerebrales. Por ejemplo, dice esto:
           “No me lo explico… No comprendo cómo han sido concebidos, recitados y escritos los discursos de Dios en el Libro de Job, ciertos pasajes del Eclesiastés o toda una serie de Salmos. ¿Puede uno pensar: «Existió una persona que esperaba su almuerzo o que tomaba el té tras haber escrito los discursos de Dios en Job»? No hay alternativa: o un hombre o una mujer, o una mujer o un hombre, tuvieron que escribirlos. Y a pesar de todo sigo sin explicármelo. Y envidio a los fundamentalistas para los que ese problema no se plantea, para los que se trata de un dictado de la palabra divina. Sé que es totalmente absurdo, pero para algunos de esos textos no consigo articular un análisis racional, cognitivo, una explicación textual que tenga cierto valor. En el Nuevo Testamento, los capítulos 9 a 12 de la Epístola a los Romanos de san Pablo (el más grande periodista judío de la historia del periodismo judío), que cuentan una historia maravillosa, han suscitado miles y miles de interpretaciones que renuevan una y otra vez la problemática de la presencia humana en la Tierra. Pero me callo porque, una vez más, oigo al fundamentalista que me dice: «Se trata de la inspiración divina», como con san Juan en Patmos: «Lo que oímos es la palabra de Dios». Entonces no sé qué decir (…) Sobre esta cuestión soy totalmente vulnerable, en lo más íntimo. Pero no renuncio a planteármela porque, en efecto, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento hay momentos que me parecen, por emplear la expresión más ingenua, sobrehumanos”.
         Yo, seguro de mí mismo, de mi fe en la razón (qué paradoja, ¡fe en la razón!), me vengo abajo y confieso también mi vulnerabilidad, lleno de admiración, no las tengo todas conmigo: no todos los misterios han sido desvelados, quizá alguna vez lo sean, pero mientras tanto, ese, quizá, sea el principal motor de mi pasión por la lectura.

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