jueves, 10 de septiembre de 2015

Perú. 06. Cañón del Colca



            Contratamos la ruta al Cañón del Colca, después de muchas dudas, con quien parece más serio, aunque nunca te puedes fiar. Guía, viaje en una van, bus turístico de lujo posterior hasta Puno y hotel en esta ciudad costera del Titicaca.


            En el Hotel Alegría, con las mochilas listas, tomo un mate de coca. La van nos recoge temprano para hacer un recorrido por un par de hoteles donde nos esperan otros pasajeros, entre ellos una pareja de simpáticos jóvenes madrileños de los que nunca supe el nombre. Él un hipster muy tímido, ella blanca, dorada y pizpireta. Ya en marcha, hacemos varias paradas de aclimatación porque vamos a ir ascendiendo hasta los casi 5.000 metros. 


             En la primera, en un puesto dedicado especialmente al negocio de las hojas de coca, nos abastecemos de hojas y caramelos de coca y bebidas. Una pareja de amables policías, interesados por el valor de los vuelos a España, nos indican dónde las debíamos haber comprado, en Arequipa, por un precio infinitamente menor. Aprendemos a mascar la coca, un puñadito de hojas, acullico, acompañada de un trocito de excipiente dulce que se mastica durante media hora en un rincón de la boca. Nos aseguran que es lo mejor para combatir el temible soroche, al aumentar la absorción de oxígeno en sangre. A lo largo del viaje lo hacemos varias veces. Produce un efecto estimulante como el café o el te, con un ligero sabor amargo.


            El punto más alto al que subimos está a 4.910 metros. Desde allí tenemos una buena vista sobre el volcán nevado Ampato y la fumarola que se eleva desde el vecino Sabancaya, cuya erupción permitió descubrir a la momia Juanita, la joven que los incas ofrecieron al Apu, dios de la montaña. En un pequeño cerro, la gente ha ido dejando su montoncito de piedras, la apacheta, para cumplir con una tradición inca, que asegura que de ese modo se cumple un deseo. En realidad la apacheta era un hito en el camino ofrecido a la pachamama para protección del viajero. Yo también dejo el mío y formulo mi deseo. En estas altas tierras es fácil ver rebaños de llamas y alpacas, con suerte también vicuñas y algo más difícil guanacos, los camélidos de los Andes.


            Hemos de llegar a Chivay, donde dormiremos antes de acercarnos al cañón del Colca, un pueblo campesino, de origen colonial, cómo no, reconvertido al negocio turístico. Antes daremos un paseo de varios kms, con salida en Yanque, bajo un sol inclemente, por donde el valle se va hundiendo hasta convertirse en cañón, atravesado por el río Colca que dibuja una profunda quebrada en el paisaje agreste, en cuyas paredes llenas de numerosos huecos (qolqas) los collawas, un pueblo anterior a los incas, guardaban las semillas de maíz, papa y quinua para aprovechar la refrigeración natural. Al atardecer, para quitarnos el polvo de la excursión, recalamos en los baños termales de la Calera, con aguas a 380. Se está bien pero las piscinas son pequeñas y demasiado concurridas.


            La noche de Chivay, a 3.635 metros de altura, es muy fría. Apenas sin luz los campesinos quechuas remolonean en sus pequeñas paradas a lo largo de una ancha calle polvorienta. Esperan la llegada de un último comprador, que no aparece por ningún lado, para llevarse unos soles a sus casas solitarias en la montaña. Tras tomar una deliciosa sopa de quinua en un bonito restaurante, desde lo alto de mi habitación en el hostal, a través de los cristales mal ajustados de la ventana, les veo recoger sus bultos, cargarlos a la espalda en el combado poncho y subir a los apretados colectivos. Hace tanto frío que no puedo ponerme a leer. Me abrigo todo lo que puedo e intento en vano entrar en calor bajo un par de mantas.


            Por la mañana, en dirección al Colca, en Yanque, un grupo de escolares con trajes regionales ofrece una danza propia del Colca, el wititi, en la Plaza de Armas, para ser fotografiados por los turistas a cambio de unas monedas. La hermosa Iglesia de la Inmaculada es un buen ejemplo de barroco mestizo. Como la de Chivay, como la de Maca. A esta primera hora de la mañana el colorido andino de las pinturas y los trajes de los santos en los altares se junta con la luz del dorado amanecer, que penetra por las ventanas del este, para producir un efecto mágico. Los turistas que invaden la nave principal se ven atrapados en los espejos que coronan los retablos. Entonces, un raro silencio intemporal se impone, o a mí me lo parece.


            El objetivo de la excursión al cañón del Colca era fotografiar los cóndores que se dejan llevar por las térmicas, pero como estos nos lo ponen muy difícil y la Cruz del Cóndor, el punto más alto, está a rebosar de turistas, aprovechamos, María, Rosa y yo para hacer una larga caminata por los bordes del cañón. No era la mejor opción para apreciar su profundidad, entre las tres mayores del mundo, nos dicen. La mejor, la habíamos descartado en la agencia por falta de tiempo: un trekking de tres o cuatro días a sus entrañas. Así que hacemos de turistas. Al menos tendremos la suerte de ver en el sendero algunos lagartos andinos. Y a la vuelta, por fin, sí, veremos tras el visor de la cámara el majestoso vuelo del cóndor, pavoneándose ante la manada de embobados turistas. Tras un rico bufé en Chivay, partimos en un bus turístico hacia el lago Titicaca. Walter es el guía algo desganado, que debería contarnos las maravillas del Altiplano. Chivay, Patahuasi, Juliaca, Puno, con algunas paradas para ver aves acuáticas en las lagunas que nos encontramos por el camino.

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