sábado, 22 de agosto de 2015

Lo que escucha la lluvia, de Francisco Solano


            Como me sucede a menudo, sólo he reparado en el título de la novela que he estado leyendo al acabar la última línea. “… igual que ciertas palabras en los oídos de las tardes lluviosas”. Sin embargo, releo esa última frase y las líneas que la preceden pero no logro averiguar cuál es el otro término de la equivalencia.


            Al comienzo hay un niño que huye al río desde la casa de un muerto, allí echa a flotar un barquito de corcho y poco después oye que desde el puente gritan su nombre. En la casa abandonada es su padre quien ha muerto. Lo que sigue nos habla de un hombre improbable, sintagma que se va repitiendo. El lenguaje es barroco, circular, a manudo áspero, pero siempre rodando a buen ritmo. Al lector, a este lector, le cuesta seguir los rizos ordenados, las espirales encadenadas que acaban volviendo. Me pierdo en el laberinto de un lenguaje que no cesa de metaforizar. Pero he continuado leyendo por una suerte de lealtad, lealtad al crítico Francisco Solano que leo en Babelia (ponderado, honesto), lealtad al hombre nacido en La Aguilera, casi coetáneo mío. En las páginas finales, tras mucho circunloquio, reaparece el niño, el barquito flotando en el río y el cáncer que con veinte años de intervalo se lleva a la madre tras haberse llevado al padre. El narrador dice sentir como una afrenta, una herida, un desconsuelo, haber pasado su adolescencia y primera juventud como el hijo de la viuda. No se hizo a esa expresión y escribe la novela para desenredarla o recomponer al hombre improbable que nació de aquel grito que desde el puente destruía su nombre. “La vida es un agravio. Esto es lo que quería decir”.

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