Como me
sucede a menudo, sólo he reparado en el título de la novela que he estado
leyendo al acabar la última línea. “… igual que ciertas palabras en los
oídos de las tardes lluviosas”. Sin embargo, releo esa última frase y las
líneas que la preceden pero no logro averiguar cuál es el otro término de la
equivalencia.
Al comienzo
hay un niño que huye al río desde la casa de un muerto, allí echa a flotar un
barquito de corcho y poco después oye que desde el puente gritan su nombre. En
la casa abandonada es su padre quien ha muerto. Lo que sigue nos habla de un
hombre improbable, sintagma que se va repitiendo. El lenguaje es barroco,
circular, a manudo áspero, pero siempre rodando a buen ritmo. Al lector, a este
lector, le cuesta seguir los rizos ordenados, las espirales encadenadas que
acaban volviendo. Me pierdo en el laberinto de un lenguaje que no cesa de
metaforizar. Pero he continuado leyendo por una suerte de lealtad, lealtad al
crítico Francisco Solano que leo en Babelia (ponderado, honesto), lealtad al
hombre nacido en La Aguilera, casi coetáneo mío. En las páginas finales, tras mucho
circunloquio, reaparece el niño, el barquito flotando en el río y el cáncer que
con veinte años de intervalo se lleva a la madre tras haberse llevado al padre.
El narrador dice sentir como una afrenta, una herida, un desconsuelo, haber
pasado su adolescencia y primera juventud como el hijo de la viuda. No
se hizo a esa expresión y escribe la novela para desenredarla o recomponer al
hombre improbable que nació de aquel grito que desde el puente destruía su
nombre. “La vida es un agravio. Esto es lo que quería decir”.
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