miércoles, 18 de marzo de 2015

El último encuentro, de Sandor Marái


            Un hombre, un soldado, un general, en una gran casa con larga historia, en algún lugar de Hungría, espera la llegada de un viejo amigo. Mientras tanto recuerda la historia de su familia, una familia de militares al servicio del emperador, emparentada con una familia francesa, una familia con dos almas, pues, una disciplinada con sentido del honor y de la fidelidad y otra espiritual, tocada por los sentimientos, el arte, la música. También recuerda su propia historia, amamantado por Nini, la nodriza, una presencia más importante que la de la propia madre, siempre juntos a lo largo de la vida; la academia militar en Viena donde conoció a su amigo íntimo, Konrád, el único, un amigo para toda la vida, pero tan distintos, él, Heinrich, heredero de la tradición familiar en la guardia del emperador, Konrád, de origen polaco y de familia humilde pero orgulloso, sensible, amante de la música, comparten habitación en Viena, pero cada uno haciendo una vida distinta, pública o privada, festiva o íntima, pero sin que los lazos de su amistad se resquebrajen.

            Cuando se reúnen, por fin, el general pide a la nodriza que prepare la casa tal como estaba la última vez que se vieron, hace cuarentaiún años. Primero comen en un comedor en cuyo centro un gran jarrón señala en sus lados los cuatro puntos cardinales, sentado uno frente al oeste, el otro frente al este, echando ambos en falta la presencia de Krisztina en el centro, frente al sur, cuando la mujer del general aún estaba viva. La conversación es morosa y las parrafadas del general, convocando los recuerdos del pasado, la huída de Konrád sin despedirse hacia el trópico, la última jornada de caza, largas. Konrád atiende o hace pequeñas preguntas demandándose adónde quiere llegar el general, preguntándose con el lector qué secreto quiere desvelar en las alusiones que va dejando caer. Porque en realidad el parlamento del general es un largo monólogo que muy poco a poco va trayendo a su conciencia y a la del lector las claves del misterio que ha convocado aquella reunión después de tanto tiempo, con el amigo devuelto desde el trópico como testigo, sin saber si, y ahí está una de las virtudes de la novela, corrobora lo que el general va diciendo, si cuando cargó y levantó la escopeta, en aquella última jornada de caza, apuntaba al ciervo que tenía a la vista o apuntaba al general con la peor de las intenciones, si ese medio minuto de intriga que ha permanecido durante cuarentaiún años en la mente del general era fruto de su imaginación solitaria o no, si la palidez de Krisztina aquella tarde antes de la cena, cuando la sorprendió con un libro sobre el trópico en las manos, quería decir algo o no, como la ausencia del diario en su escritorio dónde ella había prometido contar, en un pacto contra el secreto entre ambos, todos sus sentimientos, era deliberada o no. El lector escucha el larguísimo parlamento y arde en deseos de que el amigo empiece a hablar, corrobore o niegue, pero diga algo, confirme o se desvanezcan las graves acusaciones.

            El parlamento del general es un lamento por su soledad, duda de la amistad de su único amigo, Konrád, que nunca quiso aceptar la ayuda que le ofrecía, siempre rechazó con orgullo sus regalos, también duda del amor de Krisztina que quizá vio en el matrimonio una manera de ascender socialmente desde su pobreza. Quizá nunca tuvo la amistad que él ofreció a su amigo ni el amor de su mujer. El general ha vivido en medio de la ira y el resentimiento durante todos estos años, después de aquella cacería, después de que su amigo se fuese al trópico, después de que tras ocho años en los que Krisztina y él vivieron separados, ella en la gran casa, él en la casa del bosque, en la casa de cazadores que su padre había construido, sin dirigirse la palabra, cada uno con sus recuerdos envenenados, imposibilitados de atenderse mutuamente, esperando cada uno que el otro diese el primer paso, después de que tras esos ocho años ella decidiese enfermar y morir, esperando este momento, el momento de la vuelta de su amigo para hacerle dos preguntas, dice, preguntas que le han corroído pero que al mismo tiempo ha sido el combustible que ha alimentado su vida. ¿Sabía Krisztina que aquella mañana me ibas a matar?, pregunta ahora al amigo. Cuando llega el desenlace, el momento en que el lector espera ansioso la respuesta del amigo, no sucede nada, no hay respuesta a la primera pregunta y la segunda, planteada y respondida cuando ambos se están despidiendo, es banal, sin interés dramático.           

            Crítica

            La novela de Sandor Marái tiene una virtud, la prolongación del interés del lector gracias a dos elementos, una frase de Krisztina en el momento climático de la novela cuando tras la última cacería, el protagonista va a casa de su amigo, comprueba que este se ha marchado inopinadamente al trópico, y con sorpresa encuentra allí a su mujer. Krisztina, ante la huida de Konrád, reacciona así: “Era un cobarde”. El segundo motor de suspense son las dos preguntas que el general dice querer hacer a su amigo en la conversación que da pie al título de la novela, El último encuentro. Dos preguntas que no acaban de llegar y cuando llegan decepcionan. Y ahora voy con los defectos. La conversación, en realidad un monólogo del general retirado de la guardia imperial punteado muy de tarde en tarde por monosílabos o por pequeñas frases del amigo, se alarga de forma retórica con interminables disquisiciones, la mayor parte secundarias, que no siempre aportan información para enriquecer la trama, llena de como si y comparaciones repetitivas. El lector mantiene la atención porque espera la respuesta del amigo para corroborar el andamiaje del general o para contradecirlo desmontándolo. Pero nada de eso sucede. El amigo no entra en acción, permanece como mero espectador, sin contribuir al entendimiento de los sucesos del pasado. La primera pregunta tiene interés pero el amigo dice que no la va a contestar y la segunda, ¿Es la pasión lo único que merece la pena en la vida?, es banal tal como está planteada. Da la impresión que el autor tuviese un tema, sin duda de interés, aunque más en la época que Sandor Marái escribió que en la nuestra, el engaño, la palabra que reiteradamente usa, que el protagonista sufrió por parte de su mujer y de su mejor y único amigo, y una situación melodramática, el último encuentro y la charla, después de cuarentaiún años de espera, entre los dos amigos, pero que no ha sabido qué hacer, cómo llegar al final, cómo cerrarlo, que da vueltas y vueltas construyendo el contexto en que se produjo intentando buscar una salida sin hallar una solución elegante. Hay una contradicción no resuelta porque al autor no ha sabido decantarse por una de las dos posibilidades que tenía ante sí, o bien redondear a sus personajes, darles cuerpo, hondura psicológica, como a veces parece querer hacer, sin lograrlo, porque Krisztina no deja de ser un fantasma en la mente del general y porque Konrád no coge la palabra, en ningún momento entramos en el intríngulis de su conciencia, es una presencia muda en la larga perorata, o bien entregarse a la intriga, por la que otras veces parece querer llevar al lector, pero que tampoco resuelve porque sobre las dos preguntas que mantienen en vilo al lector el propio narrador confiesa al final que no le importan, que ya conoce las respuestas, con lo que el lector se siente estafado, no se le ha ofrecido las implicaciones psicológicas de la conducta de Konrád o de Krisztina ni se le dado la respuesta sorpresiva que prometía la intriga. Una novela, pues, desde mi punto de vista decepcionante, y sobrestimada, con un el estilo elegante del best seller de calidad para gente cultivada, con un buen ritmo pero nada más

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