Como en
toda empresa humana hay formas genuinas y bastardas de hacer el Camino de
Santiago. Jean-Christophe Rufin se esfuerza a lo largo de su libro de
delimitarlas. El auténtico romero jacobeo inicia su viaje solo, aunque no
desdeña trabar conversación o amistad con otros romeros que se encuentre en el
camino. En el rango más alto de los despreciables están los turistas que viajan
en avión, tren o bus. Incluso Rufin tiene ocasión de sorprenderse al ver como
una pareja de alemanes que había partido de Colonia viaja en taxi. Un poco más
abajo están quienes usan la bici o aquellos otros que hacen únicamente los
últimos cien kilómetros para obtener la credencial al final de la jornada
santiaguera. No son despreciables, aunque se les puede mirar por encima del
hombro, aquellos que utilizan la mochila-exprés, es decir que se
desprenden de su pesada carga para caminar ligeros, entregando la mochila a
coches o furgonetas que se la llevan hasta el albergue del final de la etapa.
En el otro extremo están aquellos a quienes se admira por llevar la
autenticidad al extremo de partir de lugares lejanos, desde el Puy o Vézelay, por
ejemplo, puntos originarios del camino francés, o incuso desde la puerta de casa,
aquel que parte de un pueblecito de Saboya, de algún punto de Alemania o
incluso desde los Balcanes. Ya en España, son más admirables los que hacen el Camino
del Norte e incluso el Camino de la
Plata que los que se agrupan en el muy transitado Camino Francés.
Jean-Christophe Rufin se presenta a sí mismo como romero jacobeo auténtico:
hace el camino a pie y en soledad, llevando una cargada mochila sobre su
castigada espalda, a pesar de una hernia discal, con tienda y cocinilla de gas
incluidas, sale de Hendaya y opta por el Camino del Norte y si puede vivaquea
al aire libre en vez de los más o menos cómodos albergues, aunque se justifica diciendo
que los ronquidos de los romeros le impiden coger el sueño. Todo eso lo cuenta
con humor descreído, siendo él mismo el primer objeto de su irrisión.
¿Por qué
meterse en ese trajín de ochocientos kilómetros tan duro para el cuerpo?
Está claro que cada cual tiene su razón si es que alguna hay, este académico y
laureado escritor francés define la suya de este modo: “Cuando partí para
Santiago no buscaba nada y lo encontré”. ¿A qué se refiere con ese lo
encontré? No creo que baste con leer su amenísimo libro para saberlo,
aunque trata, creo que tan torpe como deliciosamente, de explicarlo. Nos dice
que a lo largo de las tres semanas que duró su jornada hubo etapas diferentes,
primero la de la dureza contra la que el cuerpo se rebela hasta el punto de
pensar en abandonar. Coincide con las etapas vascas: alaba los hermosos
paisajes, los senderos entre bosques, mientras los pies sufren más allá de lo
tolerable. En la segunda semana, por tierras cántabras, los paisajes son menos
encantadores y el turismo le aleja de sus bonitas ciudades, atravesando
carreteras, puentes y viaductos, pero el cuerpo deja de protestar porque ha
sobrepasado el límite, dejando que la mente pase a un nivel superior,
atravesando monasterios y ermitas, en el que lo espiritual tiene su chance. En
las bellas cumbres asturianas, ya en la tercera semana, se llega a una especie
de ascesis budista de vaciamiento total en la que el Camino alcanza su sentido.
Rufin intenta trasmitir esos estados espirituales, pero está claro que el
lector solo lo comprenderá del todo si él mismo decide entregarse a la
experiencia.
El libro
como digo es una delicia, se devora en un plis plas, sobre todo si el lector
está empezando a dejarse tentar por esa mística. El descreído Jean-Christophe
Rufin, luego crédulo y por fin otra vez descreído acaba escribiendo: “No sabría
explicar en qué el Camino actúa y lo que representa verdaderamente. Sólo sé que
está vivo y que no se puede contar nada de él salvo la totalidad, como he
tratado de hacer yo. Pero, aún así, lo esencial falta y lo sé. Precisamente por
eso, dentro de poco, me pondré de nuevo en camino”.
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