martes, 9 de septiembre de 2014

El camino inmortal


            Como en toda empresa humana hay formas genuinas y bastardas de hacer el Camino de Santiago. Jean-Christophe Rufin se esfuerza a lo largo de su libro de delimitarlas. El auténtico romero jacobeo inicia su viaje solo, aunque no desdeña trabar conversación o amistad con otros romeros que se encuentre en el camino. En el rango más alto de los despreciables están los turistas que viajan en avión, tren o bus. Incluso Rufin tiene ocasión de sorprenderse al ver como una pareja de alemanes que había partido de Colonia viaja en taxi. Un poco más abajo están quienes usan la bici o aquellos otros que hacen únicamente los últimos cien kilómetros para obtener la credencial al final de la jornada santiaguera. No son despreciables, aunque se les puede mirar por encima del hombro, aquellos que utilizan la mochila-exprés, es decir que se desprenden de su pesada carga para caminar ligeros, entregando la mochila a coches o furgonetas que se la llevan hasta el albergue del final de la etapa. En el otro extremo están aquellos a quienes se admira por llevar la autenticidad al extremo de partir de lugares lejanos, desde el Puy o Vézelay, por ejemplo, puntos originarios del camino francés, o incuso desde la puerta de casa, aquel que parte de un pueblecito de Saboya, de algún punto de Alemania o incluso desde los Balcanes. Ya en España, son más admirables los que hacen el Camino del Norte e incluso el Camino de la Plata que los que se agrupan en el muy transitado Camino Francés. Jean-Christophe Rufin se presenta a sí mismo como romero jacobeo auténtico: hace el camino a pie y en soledad, llevando una cargada mochila sobre su castigada espalda, a pesar de una hernia discal, con tienda y cocinilla de gas incluidas, sale de Hendaya y opta por el Camino del Norte y si puede vivaquea al aire libre en vez de los más o menos cómodos albergues, aunque se justifica diciendo que los ronquidos de los romeros le impiden coger el sueño. Todo eso lo cuenta con humor descreído, siendo él mismo el primer objeto de su irrisión.

            ¿Por qué meterse en ese trajín de ochocientos kilómetros tan duro para el cuerpo? Está claro que cada cual tiene su razón si es que alguna hay, este académico y laureado escritor francés define la suya de este modo: “Cuando partí para Santiago no buscaba nada y lo encontré”. ¿A qué se refiere con ese lo encontré? No creo que baste con leer su amenísimo libro para saberlo, aunque trata, creo que tan torpe como deliciosamente, de explicarlo. Nos dice que a lo largo de las tres semanas que duró su jornada hubo etapas diferentes, primero la de la dureza contra la que el cuerpo se rebela hasta el punto de pensar en abandonar. Coincide con las etapas vascas: alaba los hermosos paisajes, los senderos entre bosques, mientras los pies sufren más allá de lo tolerable. En la segunda semana, por tierras cántabras, los paisajes son menos encantadores y el turismo le aleja de sus bonitas ciudades, atravesando carreteras, puentes y viaductos, pero el cuerpo deja de protestar porque ha sobrepasado el límite, dejando que la mente pase a un nivel superior, atravesando monasterios y ermitas, en el que lo espiritual tiene su chance. En las bellas cumbres asturianas, ya en la tercera semana, se llega a una especie de ascesis budista de vaciamiento total en la que el Camino alcanza su sentido. Rufin intenta trasmitir esos estados espirituales, pero está claro que el lector solo lo comprenderá del todo si él mismo decide entregarse a la experiencia.

            El libro como digo es una delicia, se devora en un plis plas, sobre todo si el lector está empezando a dejarse tentar por esa mística. El descreído Jean-Christophe Rufin, luego crédulo y por fin otra vez descreído acaba escribiendo: “No sabría explicar en qué el Camino actúa y lo que representa verdaderamente. Sólo sé que está vivo y que no se puede contar nada de él salvo la totalidad, como he tratado de hacer yo. Pero, aún así, lo esencial falta y lo sé. Precisamente por eso, dentro de poco, me pondré de nuevo en camino”.

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