Es un lugar
común dividir la vida del hombre en tres edades: la juventud, la madurez y la
vejez. Poetas, pintores y escritores las han descrito y caracterizado,
asociando la primera al impulso reflexivo, la segunda a la comprensión de
nuestros actos y a la justificación de nuestro comportamiento y la tercera, la
vejez, hacia la enajenación y la deriva. Juan Benet,
en Volverás a Región, escribía sobre ellas, y, esto, sobre la juventud:
“Creo que la vida del hombre está marcada por tres edades: la primera es la edad del impulso, en la que todo lo que nos mueve y nos importa no necesita justificación, antes bien nos sentimos atraídos hacia todo aquello –un mujer, una profesión, un lugar donde vivir- gracias a una intuición impulsiva que nunca compara; todo es tan obvio que vale por sí mismo y lo único que cuenta es la capacidad para alcanzarlo”.
Es lo que
le sucede, desde hace mucho tiempo, a parte de la sociedad catalana, atrapada
en el impulso juvenil que no se da a razones por alcanzar el sueño de la independencia.
Incluso los adultos y los viejos ceden ante el sueño, sin ver que quizá ese
empeño pueda producir monstruos. Atrapados en el impulso irracional, caen en lo
que los sociólogos denomina efecto de ilusión de verdad: envueltos en el
baño de eslóganes, frases repetidas –verdaderas y falsas-, banderas al viento y
emociones fomentadas desde el ecosistema mediático y ambiental, creen que su
deseo se va a convertir en realidad y que no habrá consecuencias negativas, por
más que desde diferentes puntos se les advierta.
“El efecto de ilusión de verdad pone de relieve el peligro potencial que tiene para la gente verse expuesta repetidamente a los mismos edictos religiosos o a los mismos eslóganes políticos”. (David Eagleman, Incógnito).
Y es que, como advertía T.S. Eliot: “No pueden / los humanos soportar demasiada /
realidad”.
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