
Un mundo estaba naciendo y
otro se desmoronaba. Tanto el libro como la peli hablan de eso –también otros
libros recientes, de Martin Amis o de Ian McEwan, por ejemplo-, de la ruptura generacional,
aparecían las formas nuevas, pero todavía no el discurso nuevo, los individuos
se afirmaban, se mostraban libres, sin tener del todo conciencia de ello. En la
peli el lenguaje, el discurso, la cháchara, queda como fondo, como ruido sin
significado, porque no son las palabras lo que importaba, sino el cambio de
costumbres, la manera de moverse, de vestirse, de hablar, amanecía una nueva
forma de ser, de vivir en el mundo.
En lo que
se parecen La chinoise y Un año ajetreado es en la forma de
llevar la realidad a la ficción o, dicho de otro modo, cómo la creatividad bebe
de la realidad. Vista hoy la película, del año 1967, parece un documental que
nos devuelve una época difícil de reconstruir desde hoy, la memoria es engañosa. El libro, por el
contrario, con todos sus hechos y personajes reales, escrito en 2011, sólo
puede verse como ficción, porque ¿qué tiene que ver la escritora Anne W. y toda
su sabiduría técnica con aquella joven actriz seducida por Jean-Luc Godard?
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