martes, 18 de junio de 2013

Algo va mal


              "Detrás de cada cínico (o simplemente incompetente) ejecutivo bancario o inversor hay un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo caso, no deben ser sometidos al escrutinio público. Detrás de ese economista y de sus crédulos lectores están los participantes en debates periclitados".

             El siglo XX queda en la memoria como el siglo de las atrocidades y bien está que sea así, pero sería un gran error no ver la otra cara de la moneda. Es el siglo de los grandes avances sociales, el de la creación del Estado social. Al menos en Europa, y en parte en EE UU, las políticas de los partidos socialdemócratas  y también de los conservadores sociales consiguieron un avance espectacular en la llamada seguridad social: las pensiones de jubilación, el derecho al paro pagado, las vacaciones veraniegas, la sanidad pública, la educación, así como una lucha sin pausa contra la suciedad y el hacinamiento en las ciudades, la pobreza y la insalubridad y por la incorporación de las masas trabajadoras como votantes y ciudadanos. Pero ahora las cosas están cambiando. Paro por millones, destrucción de los servicios sociales, la humillación que supone desaparecer de la vida laboral o social y sus derivadas: desigualdad, delincuencia, violencia, trastornos psicológicos, drogadicción, alcoholismo. ¿Hemos llegado al momento de la vuelta atrás, de la pérdida de lo conseguido? El hundimiento del comunismo sirvió de acicate a las políticas neoliberales de Thatcher a Reagan, de Clinton a Blair, para la liberalización de los servicios públicos, su privatización o su gestión privada, en muchos casos con resultados nada eficientes, al contrario de lo que pregonaban, como en el caso de los ferrocarriles británicos. La crisis actual es la segunda gran excusa para un retroceso brutal en las prestaciones del estado del bienestar.

               Lo peor de todo es que los partidos que defendían el oasis de la Europa social no sólo están en franco retroceso sino que dan síntomas de haber perdido la convicción en la necesidad de tales políticas. Los neoliberales han ganado la partida en todos los ámbitos. A los partidos socialistas no hay nadie que les crea, su lenguaje está agotado. Hemos entrado en una era de incertidumbre. El avance constante de la tecnología supera la adquisición de habilidades. Con cada avance técnico hay hombres y mujeres que pierden su trabajo y cuyas habilidades se vuelven superfluas. La formación, los títulos que los jóvenes adquieren les conducen al paro permanente. Y además se “refuerza la opinión de que quienes no pueden conseguir un empleo estable son en cierta medida responsables de su desgracia”. Por qué hemos de creerlos, por qué hemos de creer que lo que hacen es la única política posible.
“¿Por qué estamos tan seguros de que cierta medida de planificación o la tributación progresiva o la propiedad colectiva de los bienes públicos son restricciones intolerables de la libertad, mientras que las cámaras de circuito cerrado, los rescates estatales de bancos de inversión «demasiado grandes para dejarlos caer», las escuchas telefónicas y las costosas guerras en otros países son cargas aceptables que la gente debe soportar?”.
               Pero no puede haber democracia si de las dos grandes aspiraciones que vienen del XIX, libertad e igualdad, esta última queda descolgada, es decir si la política redistributiva en la que toda la sociedad se empeñó en el siglo pasado, queda arrinconada o desacreditada como causante de la crisis. Y es eso lo que está sucediendo. No es sólo cuestión de recortes y de proyectos como la reforma de las pensiones, es que, por ejemplo, la brecha salarial entre ejecutivos y clases medias ybajas se está agrandando en toda Europa y especialmente en España. Son obscenos los sobresueldos o los bonus o las pensiones de consejeros de los que nos vamos enterando. España ocupa el cuarto lugar en el índice Gini de la desigualdad europea con la brecha salarial más pronunciada. El problema de la desigualdad obscena es que afecta a la tercera pata de los tres ideales de la revolución francesa, la fraternidad. Afecta a los fundamentos de la confianza y de la solidaridad, no podemos sentirnos vecinos o conciudadanos de quién gana tantas veces más que nosotros.

                Los economistas se han adueñado del discurso social sin que presenten sólidos argumentos para que creamos en lo que dicen. Son muy buenos contándonos que sucedió en el pasado pero una nulidad aventurando el futuro. Están intentando convencernos de que la economía recuperará el equilibrio si el Estado desaparece como actor económico y si se deja que el mercado se autorregule, pero eso va contra la evidencia de lo que ha ocurrido en la última década y de lo que vemos con nuestros propios ojos. Vemos cómo por un lado nos dicen que el mercado solucionará los problemas del paro por sí solo haciendo que desaparezcan las trabas a los despidos y por otro exigen cuando una empresa quiebra que sea rescatada con dinero público como ha sucedido con los bancos. “Hemos de librarnos del círculo de conformidad en el que tanto ellos como nosotros estamos atrapados”.

                Es un gran error que pagaremos duramente poner el énfasis únicamente en la libertad. Libertad, igualdad y solidaridad han sido los tres motores del cambio desde que surgieron como ideales en el siglo XIX. Los tres han de avanzar a la vez, y ninguno ha de elevarse por encima de los otras si queremos que el tipo de sociedad que hemos construido no salte por los aires.
“Pero la desigualdad no es sólo un problema técnico. Ilustra y exacerba la pérdida de cohesión social, la sensación de vivir en comunidades cerradas cuya principal función es mantener fuera a las demás personas (menos afortunadas que nosotros) y confinar nuestras ventajas a nosotros mismos y nuestras familias: la patología de la época y la mayor amenaza para la salud de la democracia”.
          De todo eso escribió Toni Judt en Algo va mal, un libro esclarecedor y necesario. Sólo por los epígrafes que anteceden a cada capítulo ya merece la pena este libro. 


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