
Antigua
luz es la obra de un estilista. Es proverbial la precisión de Banville, su
capacidad para encontrar le mot juste, la palabra exacta, primorosas sus
frases descriptivas, inagotable su capacidad de metaforización. Teje las frases como una araña su red o como una costurera
sus puntillas o encajes. Es asombroso cómo describe los crepúsculos o el paso
de la luz o los colores sobre el firmamento o sobre el mar o sus personajes
exentos en los más variados ambientes. Banville es un orfebre de la palabra. La
actitud del lector, al menos la mía, es la de babeo, de gozo por estar
asistiendo a una tal maestría. Sin embargo, todo cansa cuando se ofrece en
exceso y Banville exhibe su virtud desde la primera a la última frase. Y es
tanta su prodigalidad, su esmero en pulir las frases y dejarlas tan bien
acabadas que el lector, yo, se cansa y se vuelve a la acción y a la trama para
ver si encuentra una compensación, y no la encuentra.
No era
necesario saber qué había sido de esa mujer a la que el protagonista y narrador
en su adolescencia había amado. Es una pregunta que el lector no se plantea.
Todo lo que tiene que ver con las otras dos historias se ve –yo lo he visto-
como superfluo. No interesa, porque no se ve el objeto o no se ha sabido
explicar, el viaje que el narrador sesentón emprende con su compañera de
reparto hacia Portovenere, donde murió su hija, donde muere la novela. Tampoco
se entiende, en la parte final, el irse por los meandros de lo que va
surgiendo, los personajes alrededor de la película, por ejemplo, alejándose del
río principal. Banville es un maestro pero debería trabajar mejor sus tramas.
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