¿Qué
experiencia espiritual colectiva es superior a la de la música? ¿El teatro, con
una pieza bien trabada donde espectadores y público logran compenetrarse? ¿Un
partido de fútbol en un estadio cuando se juega algo importante contra el
adversario principal y el gentío responde con un solo grito? ¿Una misa donde se
juntan una festividad especial, la música sacra, la entrega de los fieles y una
homilía especialmente lograda? En cada una de esas ocasiones la emoción puede
desbordarse, pero es difícil que además se añada la sensación de autenticidad,
como ante una pieza musical lograda que ha nacido de la experiencia del autor,
bien interpretada, el público respetuoso y expectante.
El War Requiem de Britten requiere un elenco impresionante: a una gran orquesta sinfónica
se añade otra de cámara con su director adjunto, un gran coro mixto de adultos
y otro de niños acompañado sólo por el órgano, además de una soprano, un tenor y un barítono, con una
distribución precisa sobre el escenario. El escenario del Delibes se muestra
pequeño para la ocasión, los intérpretes están apretados y la escolanía tiene
que situarse lejos del escenario en el pasillo de entrada por encima del graderío,
pero que a la postre ha sido una buena idea, parece que los niños estén en el mismo
cielo como Britten indica que deben estar. La sonoridad del Auditorio es magnífica y la apretura
de público e intérpretes contribuye a esa comunión que proporciona la
experiencia espiritual. Es fácil imaginarse el día del estreno en la catedral
de Coventry, destruida en la guerra -2ªGM- y vuelta a reconstruir y a consagrar,
en 1962, con esta pieza que Britten compuso al efecto.
Britten
tenía amigos que murieron en el bombardeo de Coventry por los alemanes. Desde
que se oyen las campanas en el inicio del Réquiem se pone la piel de gallina
que no desaparece hasta el final, con momentos sublimes: como el Recordare
o el Confutatis del Dies Irae, la emocionante Lacrimosa gracias a
la cristalina voz de la soprano alemana Suzanne Bernhard, el Benedictus
del Sanctus, que es la melodía que se me queda enganchada en alguna parte del cerebro, o el emocionante In Paradisum del Libera me, donde tenor y barítono, enemigos muertos en la batalla, se encuentran hermanados como iguales en el Paraíso.
Aunque
Britten sigue el guión del texto litúrgico de la misa de difuntos en latín: Requiem aeternam, Dies Irae, Offertorium, Sanctus, Agnus
Dei, y Libera Me, lo va
alternando con hermosísimos poemas en inglés de Wilfred Owen que murió en combate en las
Primera Guerra mundial, servidos en las voces del tenor y el barítono, Ian Bostridge y
Hanno Müller Brachmann, todos dirigidos por Jesús López Cobos. Da la impresión de que con el tiempo esta composición se está convirtiendo en una de las obras maestras del siglo XX.
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