viernes, 1 de julio de 2011

La muerte de Montaigne

Asegura Jorge Edwards que lo que tiene entre manos, la escritura de La muerte de Montaigne, es una novela. No sé por qué lo afirma, y varias veces, quizá por un afán puntilloso, ya que hace algunas conjeturas, y acepta que puedan ser ciertas algunas suposiciones sobre la vida del señor de la Montaña, como a veces llama a Michel Eyquem, más conocido como Michel de Montaigne, por la confianza que da el trato continuado con las páginas, o quizá por modestia, sin embargo, lo que Jorge Edwards escribe es un ensayo sobre el gran escritor que inauguró este género literario.

Del mismo modo que la materia de los ensayos de Montaigne era el propio Montaigne –“Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro…”-, la materia de este libro que leo es el propio escritor, en este caso el chileno Jorge Edwards. Con una libertad de espíritu parecida a la de su admirado maestro, Edwards toma como excusa a Montaigne para definirse, para explicar su filosofía de la vida y la concepción de su escritura, para redactar un largo epitafio para sí mismo.

En cuanto a su modo de estar en el mundo, afirma su libertad de conciencia, como digo, la moderación, el acuerdo, la conciliación entre posiciones distantes y aún extremas, y se somete a la ley y el poder de quien lo ha alcanzado por medios legítimos, aunque a la autoridad, cita a Montaigne, “se le debe toda inclinación y sumisión, salvo la del entendimiento; mi razón no está acostumbrada a doblarse y a inclinarse, sólo mis rodillas”.
Y en cuanto a la escritura, leer y escribir se convierte para ambos, el escritor bordelés y el escritor chileno, en la actividad más importante y placentera, hasta el punto de retirarse uno a la torre de su propiedad y el otro a una casa apartada frente al mar para practicarlas como placer solitario. La digresión, el aleteo sobre temas diversos que se encadenan, parece el método más adecuado para culos movedizos que van de aquí para allá mientras escriben. En pequeños capítulos de tres o cuatro páginas, Edwards va saltando por distintos y sucesivos temas que trata de entender y explicar. Lo que atañe al señor de la Montaña y su tiempo: la época convulsa que le tocó vivir, las guerras de religión, la Armada Invencible que pasaba como es espasmo frente a las costas francesas, su relación con el poder, Enrique III, Valois, y Enrique IV, el primer Borbón, queriendo ver la influencia benigna, moderada que Montaigne ejerció sobre ellos en la distancia, en especial sobre la obra política del rey navarro que se convirtió en rey de Francia: su conversión al catolicismo –“París bien vale una misa”- desde su posición de jefe del partido de los hugonotes; el edicto de Nantes, proclamando el libre culto para hugonotes y católicos, que Edwards ve como antecedente de la Declaración de derechos del Hombre; pero también la vida íntima, privada, de Montaigne, su desapasionada relación con su esposa Françoise de La Chassaigne y con su única hija superviviente; la pasión intelectual, quién sabe si algo más, que le unió en su juventud, y más allá de la muerte, a Étienne de La Boétie e igualmente la pasión que en él desató, en sus últimos años, el encuentro con su joven admiradora, treinta años más joven, Marie de Gournay, que se iba a convertir en la editora de referencia de sus ensayos. A eso añadamos el amor a los clásicos latinos, el latín fue la primera lengua de Montaigne, Séneca, Homero, Virgilio, sus viajes a caballo por territorios peligrosos, el amor a la naturaleza, una vida apegada al buen vino de Yquem y Saint-Emilion y al buen yantar, que era también el de François Rabelais, y el amor a su propio cuerpo no sometido a restricciones espirituales, hasta el punto de que Sainte-Beuve, en el XIX, lo retrataría así: “Puede haber parecido como buen católico, con la salvedad de que no era cristiano”.

Capítulos intercalados con otros, los que atañen al propio escritor chileno, Jorge Edwards, los que se dedica a sí mismo, para describirse también como moderado, con opiniones igualmente desapasionadas, aunque no, quizá, en lo que atañe a los excesos del cuerpo, no lo dice aunque se intuye, por el énfasis que pone cuando de lo mismo habla en el caso de Montaigne, con el que establece un paralelo. También él ha servido a su país como diplomático, también él partiendo de un izquierdismo inicial condenó los excesos o se dedicó a la escritura, como aquí, una escritura que respira con la vida –me hace recordar a Jorge Semprún-, por eso ha de seguir el movimiento del cuerpo que se levanta y consulta, mientras escribe, o mira por la ventana, a través de un ligero velo de niebla, la espuma del Pacífico y la Isla Seca que tiene en frente, desde el altillo de la casa que tiene alquilada en Zapallar, y desde donde avizora la muerte, a sus 80 años, por lo que ya se plantea, hacer una confesión general y una comunión, por no incomodar demasiado a sus deudos y al cura del lugar, como así lo hizo su admirado Montaigne en la torre de su señorío en 1592, de modo que pueda reposar en el cementerio marino cercano de Zapallar.

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