En un taller de Arezzo, a finales del Quattrocento, un pintor malvive de los pocos encargos que le hacen curas de parroquia, priores y comerciantes. Se afana por dar satisfacción a la vanidad de esos hombres aplicando la maestría que conoció en el taller de Piero della Francesca, dulcificando sus rostros ásperos o gastados o viejos, sin que su mano sea capaz de convocar la indulgencia de su maestro. En un invierno especialmente duro, cuando casi todo faltaba en su cocina para entretener el hambre de sus tres hijos, de su mujer y del aprendiz a quien poco puede enseñar, es decir, aparte de cómo amasar yeso y desleír la cal y mezclar colores y la teoría florentina acerca de la proporción y las artimañas del oficio, no le había enseñado aquello que sólo uno puede ver sin que medie palabra y nadie se lo enseñe, aquello que luego lleva a la pared o la tabla, pues él, Lorentino, el pintor de Arezzo, no podía hacer de su aprendiz un maestro, fue en una tarde de frío viento, como digo, cuando llegó a su taller un campesino y le hizo un encargo, que le pintase un San Martín, pues el santo que había partido su capa para entregarle la mitad a un pobre aterido de frío, había salvado a su madre de una larga enfermedad. Pero el campesino no tenía con que pagar, como no fuese con el cerdo de diez libras que traía al cabo de una fuerte correa. Lorentino, al contrario de lo que hicieron los demás pintores de Arezzo, aceptó el trato y cuando el campesino se hundió en la fría y oscura noche de vuelta a la casa donde le esperaba una madre inquieta y agradecida, se apresuró a separar la sangre de la carne, a limpiar las tripas y a embutirlas después y a cocinar el cerdo para que al menos aquella noche sus tres hijos, su mujer y el aprendiz pudieran cenar a gusto.
Junto al aprendiz, al día siguiente, Lorentino emprendió un viaje al cercano Borgo donde residía el viejo maestro Piero. Lo encontró de mañana en una plaza, sentado en una piedra, absorbiendo el sol que caía sobre su rostro avejentado. Piero llevaba quince años sin pintar, tantos como sus ojos habían dejado de mirar árboles y piedras, nubes y rostros, los mismos que en otro tiempo le servían para a su través ver las ideas celestiales. Piero reconoció su voz, le estrechó contra su pecho, hablaron de los discípulos que salieron del taller, de su suerte desigual: uno trabajando para el papa Sixto, otro para Segismundo Pandolfo Malatesta, también de él, de Lorentino, que seguía en Arezzo en su propio taller.
Algunas noches después, Lorentino recibió la visita de San Martín; departieron, lo contempló. Lorentino pintó el San Martín y se lo entregó al campesino. Era la obra de un maestro. El campesino la colgó en una pared de su cocina donde la contempló su madre con agradecimiento pero con alguna decepción porque cómo podía el pintor haber visto al bueno de San Martín a quien ella había rogado que la liberase de la enfermedad. El cuadro siguió en la pared mientras vivieron sus huéspedes y después de que hubieran muerto y cuando las paredes de la casa se agrietaron; en algún momento fue vuelto del revés para tapar mejor una hendidura, de modo que la pintura se fue desvaneciendo hasta desaparecer por completo.
Esta historia la cuenta, junto a otras, Pierre Michon en un volumen que Anagrama edita bajo el título Señores y sirvientes. Reune tres libros que el autor escribió entre 1988 y 1996. En total cinco relatos de pintores, cada uno bajo una perspectiva diferente: el valor de las obras de arte, la imposibilidad de superar la maestría de los grandes pintores, el impredecible origen y destino de una obra maestra, el control del pintor de su posterioridad y el sueño de vivir una vida de príncipe.
En la primera, Vida de Joseph Roulin, un marchante que ha descubierto años después de la muerte de Van Gogh su valor en dólares sabe de la existencia en Marsella de un cartero que guarda un retrato que el pintor le hizo en sus años de Arlès y va a ofrecerle un puñado de dinero para que se lo venda. El cartero no se deja deslumbrar por el oro porque en su escala de valor hay dos cosas superiores, el afecto, aunque sea póstumo, y la fama a la que puede tocar por haber conocido al joven y loco pintor que se cortó una oreja.
En Dios no acaba Goya va desde Zaragoza a Madrid para convertirse en pintor de corte, como un Mengs o un Tiépolo. Se le da la oportunidad de hacer copias de Velázquez para los palacios que el rey tiene fuera de Madrid. Ante los Velázquez del palacio del Buen Retiro ve la imposibilidad de que alguien pueda superar a Velázquez, pero también la ocasión de pintar algo diferente.
En Quiero solazarme un Watteau que en sus últimos años ha gozado como un príncipe libertino, llegados sus días postreros, no quiere que las obras de esa etapa final enturbien su fama y pide al cura que le hace de confidente que las eche al fuego. Mientras arden, desde la butaca de un salón, las contempla y muere.
En Con este signo vencerás se cuenta historia con la que he abierto este comentario.
Y en El Rey del bosque, quizá la historia mejor escrita, un pastorcillo, Gian Domenico Desiderii, entre intrigado y burlón, contempla a un grupo de pintores vagabundear, observar y enmudecer con la mirada quieta ante los bosques de Tívoli, cerca de Roma. Ve sus papeles y carboncillos, los paisajes y castillos que esbozan, y también sus mañas de príncipes, hasta el día en que uno de ellos, Claudio de Lorena, le adopta como sirviente y le abre la oportunidad de vivir como viven los príncipes, esos a los que a visto a distancia entrar y salir de sus castillos o pasar con sus carruajes y gozar de mujeres limpias y perfumadas.
miércoles, 22 de diciembre de 2010
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