domingo, 8 de agosto de 2010

Enterrar a los muertos

A veces el escritor tiene un tema interesante entre las manos y lo estropea. Aunque las causas pueden ser variadas, una muy común es el prejuicio, el punto de vista previo sobre el asunto que es incapaz de soslayar. Ignacio Martínez de Pisón se encontró con un asunto de gran interés en Enterrar a los muertos. La muerte del traductor José Robles, en 1937, durante la guerra civil. José Robles que trabajaba como profesor en una universidad de EE UU, la Johns Hopkins de Baltimore, vino de vacaciones a España con su familia en ese año y decidió quedarse para ponerse al servicio de la causa republicana. De sus traducciones se recuerdan, y aún se editan, las que hizo de los libros de John Dos Passos, Manhattan Transfer en particular. Por su facilidad para las lenguas, se le ofreció trabajo con los militares rusos que ayudaban a la República. Parece que, según cuenta Martínez de Pisón, la disputa entre los agentes de la NKVD y los militares rusos, en el periodo de las purgas del estalinismo, se lo llevó por delante sin dejar huellas.

La familia de Robles y el propio Dos Passos, incansable viajero por España, indagaron sobre el asunto, pero la omertá republicana impidió cualquier avance. El libro es interesante, está escrito alejado de cualquier énfasis, ofrece con éxito la atmósfera de aquellos años en Madrid, Valencia y Barcelona, describe la inacción de los responsables republicanos -Álvarez del Vayo, Negrín- ante la barbarie que se producía en su propio campo donde cada grupo político trataba de imponerse por la fuerza, comunistas y rusos enviados por Stalin, trotskistas, anarquistas, socialistas, republicanos. Sin embargo, Martínez de Pisón no es capaz de unificar en un relato bien estructurado toda la información recolectada. A veces parece que el libro esté compuesto por el método del corta y pega. Sin embargo, lo peor es el prejuicio. La necesidad que tiene de dejar claro, bastantes veces, que el republicano era el gobierno legítimo, la buena causa, y que el otro bando era el rebelde. No necesitaba hacer ese continuo acto de fe, pero parece que es el precio que muchos escritores tienen que pagar por atreverse a criticar los sucesos o las omisiones en el lado de la República. Podría haber hecho suya la frase con la que cierra el volumen, una frase de François Furet en El pasado de una ilusión: "Quien critica a Stalin está a favor de Hitler. El genio del georgiano consiste en haber hecho caer a tantos hombres razonables en esa trampa, tan simple como aterradora". Lo mismo sucede con respecto a los que escriben y hablan de la guerra civil. Criticar a la República no es estar a favor de Franco. Para los hombres razonables de esta y de cualquier época la verdad está por encima del éxito de las ideas que defienden. No se defiende una causa justa ocultando aquello que puede hacer daño a la causa -un drama que ha corroído las ideologías obreristas del XIX y el XX-, al contrario, la verdad es la que despeja el camino.

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