miércoles, 8 de julio de 2009

Adiós a la ópera

Pocas veces ha conseguido emocionarme un espectáculo montado en el Liceu. Lo último que me ha dejado como un témpano han sido el Fidelio de Beethoven y la Salomé de Strauss. En la ópera, según el tópico, un conjunto de artes contribuyen a producir un espectáculo total, una emoción sublime. Pero la ópera es cosa que viene del pasado, de difícil adaptación a la sensibilidad contemporánea, los que pueden no la han entregado a los creadores actuales, entre otras cosas por temor a ahuyentar a un público que sigue considerando que el Liceu es suyo, y porque los nuevos espectadores tardarían en llegar. Cómo podrían acercarse a lugar tan rancio, tan demodé, un museo de máscaras del siglo XIX, dónde la emoción no la produce el espectáculo en si sino los comentaristas cuando dicen que hay que emocionarse.

Me gusta Beethoven, pero esta ópera es larga, aburrida, vieja. Fidelio, a pesar de Beethoven, no me emociona. El argumento, está más visto que la procesión al Rocío, cómo entrar en una historia de hombres injustamente encerrados en mazmorras, mujeres que se disfrazan de chicos para salvar a su amado, carceleros malvados, chicas ingenuas que se enamoran de otras mujeres creyendo que son varones, en fin toda esa cosa tan antigua, cómo no cansarse de una escenografía gris que simula en el primer acto la sala de guardia de una prisión y en el segundo una mazmorra oscura y fría como deben ser las mazmorras. El coro está brillante y la orquesta y las voces, ¿ y qué? Nada salva del aburrimiento.

¿Y la Salomé de Richard Strauss? Pues, algo parecido. Todo el mundo conoce la historia de la pérfida Salomé que se enamora del profeta que anuncia la llegada del salvador de la humanidad. Por mucho que los dramaturgos intenten modernizar el contexto y simular una crítica a las religiones, el texto sigue y sigue diciendo que Salomé es una pérfida y que Cristo está por llegar. ¿A quién, hoy, le interesan esas cosas? Y la música apegada a esos significados sigue siendo un peñazo. O sea, que si no se produce una revolución las salas de ópera seguirán siendo el museo meláncólico de la burguesía decadente que en otro tiempo dictaba el gusto y la moda, pero que ahora se consume atrapada en sus telarañas.
Así que adiós a la ópera.

No hay comentarios: