Ser catalán es un sentimiento, tal como lo diría un periquito o un colchonero. Un sentimiento razonable, simpático, hasta incluso estimulante, si todo quedase en el ámbito privado. Pero los políticos catalanes decidieron, desde que se pudo hacer política, allá por los años de la transición, convertir esa pulsión sentimental en el centro del debate y de la acción. Licenciaron a Tarradellas, un hombre sensato, y empezaron a actuar y a legislar como si Cataluña fuese Estado (Fer país) y como si la realidad no fuese la que es, sino la que ellos dictasen.
Por eso, a la que se tercia preguntan por los sentimientos, pero no hay tu tía, la realidad no se acomoda a su dictado.
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Como contraste, este impresionante testimonio escrito del padre de Maragall:
«Durante nuestra guerra conocimos estos días tranquilos en el piso de Travesera, solos en él, ocupados en muchos quehaceres de la casa o mirando por las ventanas hacia el Tibidabo en las tardes de otoño de 1936, leyendo La montaña mágica, que tanto me impresionó, escuchando conciertos que nos traía el gran aparato de radio, sintiendo profundamente el dulce bienestar de la propia casa, en la que todo se domina, todo nos pertenece y lo usamos todo con constante deleite.» (...) «Allí vivimos juntos muchas horas malísimas sufriendo constantes amenazas de todo tipo: bombardeos, faltas de alimentos, registros, llamadas a quintas.». (...) «Son ya los días de las caras alegres y de las noches cerca de la radio. Pocos días después vino la liberación de Barcelona.»**
Y este contraste del contraste: Benach usa un coche valorado en 110.000 euros y gasta otros 20.000 en «tunearlo»
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