sábado, 16 de agosto de 2008

Juan Muñoz

Recuerdo perfectamente el día en que murió por un aneurisma Juan Muñoz. Era un día de finales de agosto del 2001. Y lo recuerdo porque desde que vi sus hombrecillos asentados sobre la inestable base de una peonza comprendí que era uno de los pocos artistas contemporáneos que tenían algo que decir. Sentí su pérdida porque era joven, estaba en el mejor momento de su creatividad y seguramente era irreemplazable como ocurre con los grandes artistas.

Ahora, el Guggenheim de Bilbao retoma la retrospectiva que hace poco le dedicó la Tate Modern de Londres. En la muestra se recoge lo más importante de su creación, desde sus balcones, escaleras, pasamanos y suelos ópticos iniciales, donde el hombre no aparecía, pero su presencia era palpable, hasta su última producción con toda esa serie de hombrecillos, ligeramente más pequeños que el hombre, a veces con rasgos orientales y muy sonrientes, otras con los ojos inutilizados con una tirita, que llenan salas enteras en aparente conversación.

Que era un artista realmente contemporáneo lo prueba la gran sala del segundo piso que presenta una multitud de figuras con rasgos orientales, vestidos con trajes grises tipo Mao y agrupados en diferentes actitudes de charla y escucha. Desde lejos, pareciera que los distintos grupos de hombrecillos incitan a que el espectador se acerque y participe de la conversación. Pero cuando uno se acerca de ningún modo se siente invitado, la sonrisa que cada uno de ellos muestra es una mueca, los gestos amables, sociables, casi todos diferentes, son en realidad gestos estándar, actitudes prefijadas de conformismo y sumisión. La espontaneidad está excluida en esos círculos aparentemente abiertos pero impenetrables. Desde lejos todas las figuras grises son iguales, todas cortadas por el mismo patrón, desde cerca se ve que cada una muestra un gesto, una inclinación, una deferencia, una atención diferentes, sin por ello mostrar rasgo alguno de individuación. Aparentemente conversan, pero no se miran entre ellos ni se ve que alguno diga algo. La referencia inmediata son las sociedades comunistas, recuerdan las imágenes de las reuniones de los congresos de sus partidos, las sonrisas artificiales, toda la gama de gestos aprendidos, la imposibilidad de la diferencia, del individuo que levante la cabeza o la voz. A mi también me ha recordado los parques Disney, en especial en EEUU, el artificio levantado pieza a pieza, las risas enlatadas desde el momento en que se franquea la puerta del parque, la desaparición del yo.

Que es una obra que no pasa desapercibida se puede comprobar mirando la actitud de los espectadores. En el tercer piso del Guggenheim hay una pasarela desde la que se puede contemplar la sala y la interacción entre los hombrecillos orientales y los espectadores que van pasando. Es extraordinario ver cómo se interesan los más jóvenes recorriendo los diferentes grupos, desde quien pretende contar las innumerables figuras hasta quien se queda delante de algún rostro sonriente pero inescrutable tratando de penetrar en el. No he visto atención semejante ante otras obras de arte contemporáneo.
Por supuesto hay más cosas, los grandes creadores ofrecen mucho más de lo que uno pueda captar cada vez que se acerca a ellos. Por ejemplo, sus citas de artistas y obras del pasado, Velázquez, Borromini, Degas. El murmullo sordo que parece surgir de las figuras, a veces ficticio, a veces real. La intriga que acompaña a alguna de sus instalaciones con espejo.

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