miércoles, 16 de abril de 2008

Ante el tribunal

Sobre la tarima cinco catedráticos, tres mujeres, dos hombres, la mayoría al borde de la jubilación. Abajo, a ras de suelo, el aspirante. Se juzga un proyecto educativo: la aplicación de las nuevas tecnologías a la práctica docente de cada día. El proyecto sigue la normativa del departamento del ramo y alude a los estudios más recientes sobre el tema, sopesando las debilidades y fortalezas del centro en el que se quiere aplicar dicho proyecto. Se habla de la necesaria humildad del profesor ante una realidad en la que a veces tendrá que asumir que sabe menos que el alumno. Se muestran en detalle los objetivos y un minucioso programa de actividades. En suma, cómo adaptar los contenidos del área a los nuevos instrumentos que ofrece la informática y la conexión a Internet.

No se le deja al aspirante defender su proyecto, justificar su idoneidad, sino que casi sin tiempo para responder se le asaetea con preguntas de este tenor: “¿Internet es un instrumento educativo sin precedentes, ¿cómo justifica, semejante afirmación?”; ¿”Coeducación, qué quiere decir?” (Pregunta formulada, dos, tres, veces, con un rictus ofendido en el gesto). “¿Profesor y alumno, analistas de los hechos?, explíquemelo, por favor”. “Por qué no se ajusta el trabajo a las prescripciones normativas”, aunque hay referencia clara a los documentos más importantes. Y para concluir, “El proyecto parece demasiado ambicioso, convénzame de que se puede llevar a la práctica”.

Es difícil transmitir por escrito el gesto, la agresividad latente, sorprendente, de algunos juzgadores. El aspirante sólo alcanza a entender que están ofendidos, que se lo toman como una cuestión personal. La irrupción de la telemática en el ámbito educativo les ha descolocado, arrumbados en el desván junto a la pizarra y la tiza. No les gusta que un don nadie venga a decirles que lo que siempre han hecho está caduco.

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