miércoles, 10 de enero de 2007

El cuento de El gran silencio

Con la ciudad limpia tras la lluvia y con ráfagas de frío viento, me puse en la larga cola del Alexandra, llena a rebosar de curas y monjas. Éstas tocadas de azul y falda por debajo de la rodilla, ellos, a lo seglar. Sería fácil distinguirlos por los mechones plateados, si el código literario no hubiese asociado un halo de dignidad a ese adjetivo, mejor por los chaquetones de ante oxidado o por la sonrisa bovina en su mirada oblicua. Quedaban asientos sólo en las dos primeras filas, pero estaba preparado para asistir a este pequeño acontecimiento, tres horas en la vida de un cenobio, que resistirían mal la pequeña pantalla, la luz y los ruidos de la casa moderna.

Comenzó magníficamente, a pesar de que desde mi butaca lateral de segunda fila tuve que adoptar una postura de alto riesgo para mi cuello. Una imagen granulada y brumosa mostraba un ojo cerrado por el que parecía iba a desprenderse una gota de sangre. Un suspiro profundo a mi derecha diluyó el inicial encantamiento. Alivié mi cuello en esa dirección para ver una toca y un perfil indefinido.

Cuando el ángulo de la cámara se abrió, el ojo cerrado se convirtió en oreja y la gota inestable de sangre, en su lóbulo, todo ello parte de la cabeza rapada de un monje orante en su reclinatorio. Seguían planos medios de monjes reclinados en silencio, embutidos en larga túnica blanca de estameña y torpes planos más generales de monjes columpiándose en la cuerda de las campanas, caminando bajo bóvedas góticas o deglutiendo su escasa colación en la soledad de la celda o en el refectorio. El silencio era impresionante, tanto en la pantalla como en la sala. El montaje está hecho con habilidad. Luces y sombras, silencio y ruidos, el ruido que ha de acompañar a seres que no han dejado de ser humanos a pesar de todo, monjes solos y la comunidad en pleno, convenientemente alternados, de modo que el tiempo de la cartuja provoque la curiosidad y el choque en quien viene huyendo del tráfago urbano.

Cuando la cámara se detuvo morosamente en una inexplicada luz rojiza, que no venía ni iba a parte alguna, ni estaba quieta, cuyo oculto significado no desveló el director en toda la función, por más que reiterase su imagen trémula y brumosa, caí en la cuenta del peculiar olor de la sala, una mezcla de cirio que se derrite, viejas maderas enceradas e incienso. Las renovadas modas eclesiásticas no me habían dejado oír el frufrú del vuelo de los hábitos que aún se oía en la Regenta, pero aquella gente traía consigo la atemporalidad de los espacios que habita. Así que tuve la increíble suerte de asistir a un hecho difícilmente repetible, la sala replicaba a la pantalla o la pantalla era espejo de la sala. Las Meninas en vivo y en directo. Quién no caería en el farfulleo que precede a toda conversión ante el entusiasmo de los congregantes de un bautismo masivo, quién, en medio de una multitud inclinada hacia la Meca, no cantaría la misma salmodia, así que por un momento sucumbí ante aquella atmósfera mareante de efluvios y visiones, mientras en un picado casi cenital y casi a oscuras emergían unos pupitres con monjes levemente iluminados.

La cámara procedía como en un documental sobre termitas, cartujos en actitud orante, musitando las líneas del libro de oficios, monjes arrastrando los pies por galerías, monjes comiendo. Es difícil ir más allá en el caso de las termitas, pero cuando ves en largos planos frontales esos rostros inexpresivos que no muestra arrugas, ni siquiera los anillos concéntricos con los que los tocones muestran la antigüedad de los árboles acabas por despertar a la realidad. Los breves segundos en que aparecen de uno en uno los monjes de la comunidad entera se hacen a veces tan insoportables como cuando la sierra se abate sobre la chica indefensa en una película de miedo. Los ojos de estos inocentes no soportaban la fijeza de la cámara. Tampoco hay una mueca, un desfallecimiento, ni un mal gesto, ni el inevitable tedio que persigue a toda vida.

A medida que aparecían a tríos los cartujos, con morosos fundidos en negro entre uno y otro, la butaca se me iba haciendo más incómoda. ¿Dónde había ido Zurbarán a buscar sus monjes? El director decide solventar esa carencia interpolando como en las películas mudas citas bíblicas que como salmodia visual van pespunteando el discurrir biológico de la comunidad. Frases del tipo, Me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir. En esas citas y en la llama inestable de las velas es donde encuentra el director de la película la metáfora para explicar la renuncia a la vida de estos hombres enterrados. Poca cosa para ahondar en su interior. Cuando el director al final de la peli cuenta que en 1984, cansados los monjes de su insistencia para rodar, le contestaron que quizá al cabo de 10 o 13 años estarían preparados y que sólo al cabo de 16 lo llamaron, parece resumir en ese guiño la trascendencia que durante tres horas ha buscado inútilmente.

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