miércoles, 7 de septiembre de 2011

Ravelstein


Escribe el narrador, que responde al nombre de Chick, de su amigo Ravelstein. Se supone que está escribiendo una biografía. Sin embargo, aunque Ravelstein siempre está presente –una atmósfera, un modo de entender la vida, un punto de vista sobre las cosas-, en realidad el narrador habla de sí mismo. Habla de los lugares donde ha vivido, de su primera mujer, Vela, de su segunda, Rosamund, de una rara enfermedad que coge en el Caribe de la que escapa casi milagrosamente, de las circunstancias que retrasan la realización de la promesa que le hizo a su amigo, escribir la biografía, y por supuesto habla de su relación con Ravelstein. El narrador va esbozando temas: la justicia, la política, la religión, los judíos, la redención, u opina, aunque no de forma definitiva, sobre ciudades y momentos históricos, sobre personajes del pasado como Voltaire, Kipling, Celine, Sócrates o Platón y sobre personajes de la comedia humana del presente, de quienes sugiere alguna cosa, amigos, académicos, vecinos, cuya descripción nunca se completa. El narrador sugiere, matiza, dibuja al modo de un Cézanne. Un esbozo con volumen. Viendo el armazón incompleto, el lector -yo- se queda con las ganas de contemplar el cuadro acabado. Cada página se abre con una perspectiva que no se completa. Y sin embargo la lectura no produce insatisfacción sino todo lo contrario. También hace afirmaciones, aunque no se sabe si el autor, Saul Bellow, estaría de acuerdo con ellas, por excesivamente sentenciosas. Por ejemplo sobre la superioridad de la amistad frente al amor o que el conocimiento de uno mismo exige severidad o que eso que la gente llama cultura no es más que una palabra fantasiosa para encubrir ignorancia. Me quedo de todas sus sentencias con una paráfrasis de Schiller (“Vive con tu siglo, pero no te conviertas en su criatura”): “Vive en esta ciudad, pero no pertenezcas a ella”.

El nombre de Ravelstein evoca a los judíos, obviamente, y, como gran parte de la narrativa americana del pasado siglo, convierte el tema en reflexión. El exterminio, el peso de este hecho en la conciencia, la incomprensión ante la persistencia del antisemitismo: “La guerra había dejado claro que prácticamente todo el mundo estaba de acuerdo en que los judíos no tenían derecho a la vida. Nunca se había oído hablar de un odio de tales proporciones, nunca se había sentido, nunca se había negado de tal forma el derecho a la vida, y la voluntad que reclamaba muerte se había visto confirmada y justificada por el inmenso acuerdo colectivo de que mundo mejoraría con la desaparición y extinción de aquellos seres”. Y aún persiste, el antisemitismo, en el modo en que se contempla el conflicto judeo palestino, como si nada hubiese ocurrido. El narrador esboza una respuesta a ese enigma: los judíos eran desde un punto de vista histórico testigos de la ausencia de redención. (La idea es de Leo Strauss, "Why Wee Remains Jews": "El pueblo judío y su destino son los testigos vivos de la ausencia de redención. Ese, podría decirse, es el sentido del pueblo elegido; los judíos son elegidos para demostrar la ausencia de redención").

Ravelstein, según el narrador, estaría en el tercer grupo de quienes se enfrentan al dualismo que dejó en herencia Descartes. El de quienes, siendo ilustrados, están preocupados por la supervivencia del alma, es decir, del espíritu. Ravelstein no preguntaba a sus alumnos: “¿Dónde pasará usted la eternidad?”, sino: “¿Con que piensa satisfacer, en esta democracia moderna, las exigencias de su espíritu?”.
Saul Bellow sorprendió con esta novela cuando era ya muy mayor, con 85 años. Está escrita con dominio técnico, con soltura y mente fresca.

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