lunes, 7 de febrero de 2022

Escenas del desierto



Caminar por la ciudad, observar, escuchar, mirar. Si uno presta la suficiente atención, podría pensar que no les falta razón a los hipotéticos de la simulación. Viviríamos en un gran juego creado por una inteligencia de otro mundo. No un ser que ha creado el mundo, lo ha puesto a rodar y se ha desentendido, sino de uno más perverso que va introduciendo cambios a su gusto para complicarnos el vivir. Seríamos sus juguetes.


1. “Investigamos enfermedades que la seguridad social no cubre” -dicen unos jovenzuelos al abordar a los transeúntes. Paso entre ellos simulando ser un turista que no entiende.

2. Una mujer joven con las piernas deformadas se arrastra como en las imágenes truculentas del primer franquismo, aquellos sin piernas que se desplazaban en un carrito impulsado por sus manos. Hace sonar dos trozos de madera para que la gente la vea y le entregue una moneda. Me sobrecoge; acelero el paso.

3. Los hombres y mujeres del Tai Chi con sus monitores, estiramientos y danzas, colonizan los mejores espacios públicos cada mañana en cualquier ciudad a la que vayas. Aquí, en el Turia ajardinado, en una plataforma acolumnada.

4. Un poco más lejos, un hijo crecido, sentado junto a su madre en un banco del parque, le recrimina, con gesto compungido ella, que no le hayan sabido encontrar la pareja que él necesitaba. La madre abandona el gesto de insoportable dolor, se levanta, gira sobre sí misma buscando un norte, quiere desentenderse. Pasea alrededor, fuma, se decide por fin, levanta un dedo acusador, dice algo, pero el hijo crecido habla con más fuerza, gritando casi, con emociones tan fuertes, inconscientes de ser centro de atención.


Los urbanistas modelan la ciudad, la llenan de símbolos, ensanchan calles, ponen monumentos, la configuran con un estilo. Durante un tiempo, espacios y lugares vacíos, desiertos de sentido, pues lo que impone el poder no prende, solo el fluir de la gente recrea esos espacios, los humaniza. El tiempo humanizado es el que los salva o los condena, decantando lo bello.




Pasa como con el artista de verdadero genio que más que crear destruye con su obra el mal gusto de la época, aquello que el poder impone. Las obras rompedoras, pongamos la Fuente de Duchamp, duran un instante, el fogonazo destructor. Luego vienen los intérpretes y los museos, el poder.


En la zona no del todo terminada del espacio de las Artes y las Ciencias de Valencia ya se ve el trabajo de la naturaleza, la gran destructora.



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